La
tarde del sábado 15 de junio, un impresionante despliegue policial, con
un no menos considerable armamento, desalojó, palmo a palmo, la plaza
Taksim de Estambul, símbolo de la explosión social iniciada el 31 de
mayo. Así comenzó una criminal operación del Gobierno islamista de
Erdogan para ahogar en sangre la lucha de los trabajadores y jóvenes
turcos. La represión está alcanzando niveles insospechados semanas
atrás. Pero el movimiento no se ha echado atrás. Al contrario. Entre el
sábado y el domingo millones de turcos desafiaron al Gobierno echándose a
las calles por todo el país. El lunes 17 una huelga general convocada
con un solo día de antelación paralizaba una gran parte del país. Como
Mubarak o Ben Alí, el tirano turco se equivoca: no podrá con la lucha.
El impacto de las movilizaciones masivas
iniciadas como oposición a la desaparición de una zona verde (el parque
Gezi), dejó perplejos a la clase dominante turca y a sus políticos (no
sólo a los islamistas en el Gobierno). Aparentemente, la política del
islamista AKP (Partido de ‘la Justicia y el Desarrollo’), y
especialmente su política económica de privatizaciones, fomento de la
burbuja inmobiliaria, atracción de capital extranjero… era incontestada.
Sin embargo, sólo era cuestión de tiempo que el malestar social se
expresara masivamente. No tanto en el terreno electoral, muy
distorsionado por la crisis histórica del CHP (Partido Republicano del
Pueblo, que ha sido tradicionalmente el principal partido de la
burguesía turca) y por las abundantes trabas antidemocráticas (es
necesario un 10% del voto para llegar al Parlamento, los partidos
comunistas y nacionalistas kurdos están vetados y necesitan sortear las
leyes para poder presentarse…). El relativo desarrollo del capitalismo
turco (por supuesto, basado en ataques a la clase obrera y en el saqueo
del Estado), con su inevitable aumento de la desigualdad social, hace
aumentar la fuerza de los trabajadores y su rabia; la desaceleración
económica del último lustro y la política represiva, reaccionaria,
islamista, de Erdogan, han volcado esa rabia acumulada hacia las calles.
La
determinación de los manifestantes, la entrada en escena del movimiento
obrero (con la huelga general de los días 4, 5 y 6 de junio), la
extensión de la lucha a prácticamente todas las zonas de Turquía,
pusieron en guardia a la clase dominante. Un sector del AKP (el
presidente de la República Abdulá Gul) intentó echar agua al movimiento,
intentando presentarse como conciliadores, ante la evidencia de que la
represión no paraba la movilización. Aprovechando un viaje de Erdogan al
Magreb, el primer ministro en funciones, Bulent Arinz, llegó incluso a
pedir perdón a los heridos, a admitir ‘excesos’ policiales y a
considerar legítima la reivindicación de salvar el parque Gezi. Pero
esta maniobra, realizada el primer día de huelga para intentar limitar
el alcance de la lucha, no sirvió de nada. Por otro lado, Erdogan, ya
desde el exterior y una vez de vuelta, no perdió tiempo incendiando el
ambiente; acusó a los manifestantes de dejarse manipular, de un lado,
por la extrema izquierda y grupos terroristas, y, de otro, por fuerzas extranjeras.
Con la única intención de ocultar su
plan de exterminio de la lucha, Erdogan mantuvo varias reuniones con
Solidaridad Taksim (plataforma en la que se integran casi doscientas
organizaciones y colectivos, incluyendo a sindicatos). En la última
reunión, el viernes 14, les conminó a abandonar el parque Gezi y Taksim
en veinticuatro horas a cambio de estudiar la salvación de esa zona
verde. Los acampados rechazaron el ultimátum, ya que la lucha va mucho
más allá de esa cuestión. Pero la represión ya estaba en marcha…
Toda la fuerza del Estado burgués contra las masas
El sábado por la tarde el aparato
estatal se movilizó para llevar a decenas de miles de personas, de los
sectores más atrasados, a Estambul, a aclamar a Erdogan. La
contrarrevolución tiene su Ejército y su retaguardia, aunque la
revolución también, y es mil veces más numeroso… Grupos de lúmpenes
armados con palos se dirigieron hacia Taksim para aporrear a los que
protestaban. Poco después, e incumpliendo el plazo dado por él mismo,
Erdogan envió a la policía a recuperar Taksim, y posteriormente Gezi, a
cualquier costa. Los policías atacaron con balas de goma, botes de humo
(en estas semanas se han disparado ni más ni menos que 130.000), bombas
de sonido y agua a presión, combinada con lo que según el ministro del
Interior es ‘una solución médica’ y que, según todos los indicios, es
gas pimienta. Al precio de cientos de heridos, el Estado turco
reconquistó los lugares emblema de la lucha. Puesto que no era de prever
hasta la noche siguiente un ataque policial, en esos momentos la plaza
estaba repleta de familias enteras. Los hospitales de campaña,
instalados por médicos voluntarios, fueron arrasados, y las cargas
policiales se reprodujeron incluso en los hoteles de lujo de la zona,
donde se habían refugiado manifestantes.
Intentando
evitar lo inevitable, esta vez fue la policía la que, barrio tras
barrio, cortó las calles, dificultando el acceso de las masas a Taksim,
como había ocurrido en otras ocasiones. Los puentes que comunican la
parte asiática con la europea de Estambul (la plaza se ubica aquí), por
el estrecho del Bósforo, fueron cortados, el servicio de barcos fue
suspendido. Pero no pudieron impedir que una enorme masa de millones de
manifestantes, de un barrio a otro, de una ciudad a otra (desde la costa
del Mar Negro hasta la europea Tracia, desde Anatolia central hasta la
costa mediterránea), el sábado, el domingo y el lunes, saliera a
defender la lucha. Según la Prensa turca, fueron diez millones de turcos
los que gritaron ‘¡Erdogan, dictador, vete ya!’, ‘Revuelta, revolución,
libertad’, ‘¡No pasarán!’, y consignas similares.
El lunes se desarrolló la masiva huelga
general contra la represión del Gobierno. Convocaron la Confederación de
Sindicatos Revolucionarios (DISK, vinculada históricamente al Partido
Comunista, y con 400.000 afiliados) y la Confederación de Sindicatos de
Trabajadores Públicos (KESK, en primera línea en la lucha contra las
privatizaciones), apoyadas por tres colectivos: la Asociación de Médicos
Turcos (TTB), la Unión de Colegios de Arquitectos e Ingenieros, y la
asociación de dentistas. Los islamistas –y los capitalistas, que hacen
buenos negocios a su sombra- están dispuestos a ir hasta el final para
dar una dura lección a las masas… Pero en estos momentos su aislamiento
es mayor que nunca. La salvaje represión no va a parar el tren de la
revolución.
Los afectados por la policía son miles.
La TTB calcula en 7.478 personas las atendidas en centros sanitarios de
trece provincias. Sólo las víctimas del impacto de los botes de humo son
casi 800. Hay 91 personas con traumatismo craneal, de los cuales cinco
en estado crítico. Quince manifestantes han perdido el ojo. En cuanto a
los detenidos, pueden ser hasta cuatro mil, incluyendo médicos (acusados
de atender a manifestantes), abogados y periodistas. 34 de los
detenidos lo han sido por escribir tweets ‘provocadores’. Cuatro
televisiones han sido multadas por dar cobertura a las manifestaciones. Y
cientos de militantes de izquierda están siendo detenidos en sus
domicilios o lugares de trabajo. La presión es tal que seis policías se
han suicidado desde el inicio de las protestas, siendo muchos más los
que desobedecen las órdenes. Erdogan ha amenazado con utilizar el
Ejército, aunque podría costarle caro…
Como
en Túnez, como en Egipto, como en cualquier país, los islamistas
demuestran defender consecuentemente los intereses capitalistas. El
movimiento de las masas, y en particular de la clase obrera, debe
avanzar en su organización, en la elaboración de un programa concreto
que combine las reivindicaciones inmediatas (y en primer lugar la
dimisión de Erdogan) con una alternativa. ULISES BENITO.
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