14 de julio de 2017

¿Es posible un capitalismo ecológico?


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El cambio climático se ha convertido en una realidad y en un grave peligro para el futuro del planeta y de la humanidad. Es una consecuencia directa de la acción del hombre, o mejor dicho, de la lógica y el funcionamiento del sistema de producción capitalista. En 2016, el Congreso Internacional de Geología determinó que hemos entrado en una nueva era geológica: el antropoceno1, marcado por la huella dejada ya por el hombre como consecuencia del desarrollo de la sociedad industrial desde hace poco más de dos siglos. Paradójicamente, los avances científicos actuales permitirían comenzar a frenar el cambio climático y garantizar un mundo sostenible ecológicamente. Sin embargo, bajo el capitalismo, sin planificación democrática de la economía y primando la obtención del máximo beneficio a corto plazo de las multinacionales capitalistas, esta tarea se convierte en un imposible.
El sistema capitalista destruye el planeta
Desde que comenzó la lucha contra el cambio climático a finales de los años 70 del siglo pasado, y especialmente tras la Cumbre de Río en 1992, las cosas ni han mejorado ni se han corregido, demostrando la imposibilidad de resolver esta cuestión sobre la base de un sistema que funciona con criterios de mercado. En 2013 las emisiones de dióxido de carbono (CO2) se habían incrementado un 61% respecto a 1990, aumentando durante los años 90 un 1% anual y en la década del 2000 un 3,4%. El incremento de los gases de efecto invernadero (GEI) ha provocado un aumento promedio de 0,8ºC de la temperatura global, habiéndose acordado en la cumbre de París, en 2015, limitar a 2ºC el incremento global de la temperatura al final de este siglo.
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Para conseguir estos muy modestos objetivos se requerirían medidas drásticas —y no los parches adoptados en la cumbre de París— como la reducción de las emisiones un 40% antes de 2021, y una reducción anual en los países desarrollados de entre el 8 y el 10%. De hecho, al ritmo actual de emisiones, el Banco Mundial prevé un incremento de las temperaturas de cuatro grados para fina­les de siglo, lo que supondría una auténtica catástrofe: el 60% de la producción de maíz americano y de trigo en la India, graneros esenciales para alimentar a la población mundial, se perdería. La existencia de numerosas formas de vida, incluida nuestra propia especie, estaría amenazada.
También implicaría otros muchos peligros consecuencia del vínculo existente entre los diversos ecosistemas que alberga la Tierra. Uno de ellos está siendo la acidificación2 de los océanos, que ha causado ya la muerte del 50% de los arrecifes de coral del planeta, calculándose que podrían desaparecer completamente para mediados de este siglo si no se toman medidas drásticas e inmediatas. Los arrecifes de coral son el equivalente en el mar a las selvas y bosques que existen en tierra firme y absorben el dióxido de carbono de la atmósfera, formando con él sus esqueletos. Su muerte supondría que gran parte del CO2 que emitimos no podría ser reabsorbido ni transformado, contribuyendo a calentar aún más el planeta. Algo similar ocurre con el plancton, del que ya ha desaparecido un 30% en el Océano Índico, donde más abundaba.
Y así hay numerosos ejemplos: extinción de especies y destrucción de la biodiversidad, desforestación —como consecuencia, principalmente, de la ganadería industrial— o el derretimiento de los polos y del permafrost3 en regiones heladas como Siberia. El efecto de esto último podría tener consecuencias definitivas para la vida al liberarse toneladas de metano a la atmósfera, un gas diez veces más contaminante y potente que el dióxido de carbono. Múltiples amenazas que se retroalimentan y ponen de relieve la interconexión existente entre los distintos elementos y sistemas de la naturaleza, y la necesidad de abordar el problema globalmente, internacionalmente, de forma planificada y sobre la base de criterios exclusivamente científicos.
Cumbres del clima: mucho ruido y pocas nueces
Tanto el Protocolo de Río, como posteriormente el de Kioto o el de París, plantean medidas capitalistas para frenar el cambio climático, poniendo como prioridad número uno no la defensa del medioambiente sino evitar, en todo momento, cualquier medida que pueda afectar al comercio mundial, es decir, al libre mercado entre capitalistas. Y, ¿cuál es el resultado tras más de cuatro décadas? Un empeoramiento acelerado, más de lo esperado, de la situación del planeta, mientras se ha creado una fuente de negocio y especulación que en nada frena la degradación del medioambiente, y que a su vez llena los bolsillos de muchos capitalistas. Éstos, y sus representantes políticos en los distintos gobiernos han puesto en marcha incentivos fiscales, subvenciones y ayudas, y otras medidas similares en beneficio de las multinacionales, entre ellas, curiosamente, las petroleras, las gasísticas o las compañías de automóvil, convirtiéndose el cambio climático en un nuevo negocio, ¡y muy rentable!
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Por ejemplo, el Protocolo de Kioto creó un mercado de emisiones. Los capitalistas pueden comerciar comprando y vendiendo porcentajes de emisiones, generándose un mercado especulativo. Si algún país contamina menos, en vez de dejarlo estar, contribuyendo así a reducir las emisiones, puede vender sus emisiones sobrantes y seguir contribuyendo a contaminar y elevar la temperatura del planeta. Un auténtico absurdo propio de un sistema caduco como el capitalista. Y esto sin contar la corrupción inherente al sistema, tal y como ahora hemos constatado con el escándalo de Volkswagen y sus motores trucados. Esta lógica enfermiza del mercado ha supuesto incluso el surgimiento de “futuros climáticos”, valores especulativos con los que negociar en Bolsa, y que desde 2005 se han incrementado de 9.700 millones a 45.200 millones de dólares.
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Otro efecto está siendo la privatización masiva de bosques para recibir los llamados “créditos de carbono”, una forma para que multinacionales de combustibles fósiles o eléctricas —responsables del grueso de las emisiones de CO2— maquillen sus balances respecto a dichas emisiones, dándose publicidad como compañías “verdes” mientras alimentan la especulación y la corrupción existente en torno a este lucrativo mercado surgido en torno a las emisiones y el cambio climático.
Por otro lado, numerosas emisiones han quedado excluidas de dichos protocolos, como la contaminación generada por los grandes barcos contenedores que surcan los océanos con banderas de países que no exigen cumplir normativa ambiental alguna, y cuyo tráfico se ha incrementado un 400% en 20 años. También la ganadería industrial —desarrollada masivamente para abastecer una demanda irracional de carne, algo negativo para nuestra salud— contribuye especialmente al incremento de los gases de efecto invernadero a través de las emisiones de metano del ganado, representando entre el 19 y el 29% del total de los GEI, más que lo emitido por todos los transportes combinados a nivel mundial.
Hay que denunciar también las mentiras sobre los avances salidos de la Cumbre de París. Países como Alemania o Reino Unido no han hecho más que exportar su contaminación a países en vías de desarrollo, donde la normativa ambiental es inexistente o ridícula, en consonancia con la normativa laboral. Las deslocalizaciones fruto de la globalización no sólo han permitido hundir los salarios y destruir las condiciones laborales, sino que han contribuido notablemente a la emisión de gases de efecto invernadero y a la aceleración de la destrucción ecológica.
Un estudio de 2011, publicado en la revista de la Academia Nacional de Ciencias de EEUU, señaló que el incremento de las emisiones consecuencia de la producción de bienes en países en vías de de­sarrollo, luego consumidos en países industrializados, era seis veces superior a la cantidad de emisiones reducidas en dichos países industrializados; es decir, las emisiones reducidas en Europa fruto de las deslocalizaciones se multiplican por seis al instalarse dichas industrias en países en vías de desarrollo.
Los responsables de esta degradación y destrucción ambiental tienen nombre y apellidos. Un estudio4 reveló que, entre 1750 y el 2010, el 63% de las emisiones de CO2 y metano fue consecuencia de la actividad de 90 multinacionales, mientras que el 30% correspondían a tan sólo 20. Las compañías de petróleo y gas, causantes de gran parte de la contaminación mundial, son las más rentables del mundo5, y al mis­mo tiempo reciben inmensas cantidades de dinero público a través de variados subsidios, calculándose en los últimos años cerca de un billón de dólares. Otro buen ejemplo es el Ejército de los EEUU, el ma­yor consumidor de petróleo del mundo, que sólo en 2011 ha emitido 56,6 millones de toneladas métricas de CO2 a la atmósfera, más que Exxon Mobile y She­ll conjuntamente.
Otro modelo energético es posible
De hecho, el cambio climático no es ajeno a la existencia de la lucha de clases y de sus intereses antagónicos. El bienestar de la inmensa mayoría de la población choca contra la existencia de la propiedad privada de los principales recursos naturales y energéticos del planeta, que detentan unos pocos. Un puñado de capitalistas, apenas varios centenares, concentran la propiedad de la industria y de las tierras. Son ellos los que determinan qué y cómo se produce, únicamente atendiendo a su lucro privado. El aspecto central es el modo de producción, y es ahí donde reside la raíz del problema.
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La estructura energética o del transporte puede hoy ser transformada rápidamente. Un estudio de la Universidad de Stanford, dirigido por Mark Z. Jacobson, señalaba que el 100% de la energía mundial, para cualquier fin, podría ser suministrada mediante viento, agua y recursos solares en 2030. Sin embargo, los capitalistas no tienen interés en realizar las inversiones necesarias, preocupados exclusivamente por su beneficio individual inmediato. Además, el carácter caótico del capitalismo se refleja perfectamente en la competencia feroz entre los distintos capitalistas, impidiendo así cualquier tipo de planificación racional y científica que permita frenar el cambio climático, entre otras cosas. La reciente decisión de Trump de salirse de los Acuerdos de París es una nueva constatación de la incapacidad de la burguesía para resolver aspectos tan decisivos para nuestro futuro, pues son parte del problema no de la solución.
Expropiar a la burguesía para salvar el planeta
Durante muchas décadas el discurso dominante ha sido el de los reformistas, que en vez de plantear acabar con el sistema capitalista, causa principal del cambio cli­­mático, tratan de reformarlo y volverlo ecológico. Dicho discurso les lleva a culpar a la propia población de la situación, tratando de centrar el debate exclusivamente en la cuestión de la concienciación y el consumo responsable. Al margen de la buena fe de muchos comportamientos y acciones individuales, el aspecto central es cómo organizar la producción. Muchos partidos verdes han participado en gobiernos en toda Europa y la realidad no ha cambiado un ápice, aplicándose por muchos de ellos las mismas políticas de recortes, privatizaciones, desregulaciones..., contribuyendo a eliminar cualquier control que pudiera frenar la degradación ambiental. El mejor ejemplo fue la nefasta actuación del Partido Verde alemán, en el gobierno junto al SPD entre 1998 y 2005, que llevó adelante el mayor programa de ajustes y privatizaciones desde la postguerra.
No se trata de gestionar mejor el capitalismo. Es necesario expropiar las principales palancas de la economía. Las eléctricas, las empresas petrolíferas o las multinacionales del transporte, en manos públicas y bajo control democrático de los trabajadores, siguiendo criterios exclusivamente científicos y en beneficio de los intereses de la inmensa mayoría, podrían transformarse, desaparecer y ser sustituidas rápidamente por energías limpias.
Necesitamos dar un paso al frente, y comenzar a revertir los efectos catastrófi­cos que el sistema capitalista y su modo de producción están causando en el planeta. Durante los últimos años hemos asistido a una auténtica rebelión país tras país contra las políticas de austeridad y los recortes. Dichas políticas contribuyen directamente a multiplicar el caos capitalista y la miseria entre millones de personas, y también la degradación ambiental y la destrucción de numerosas fuentes de riqueza natural como el agua, la biodiversidad, los mares o el aire.
Es necesario impulsar un movimiento ecológico anticapitalista que no acepte la lógica del sistema y que, basándose en la fuerza de los movimientos que hemos visto estos últimos años, una las reivindicaciones ecológicas con las reivindicaciones sociales, estableciendo un programa ecológico auténticamente revolucionario que señale a los culpables, los capitalistas, y que exija su expropiación de cara a poder planificar democráticamente una economía sostenible que preserve y aproveche ecológicamente las riquezas del planeta. Podemos construir un mundo mejor.
Escrito por Víctor Taibo. 
C.E.  - I.R./CIT.
Fuente: Periodico obrero Militante nº 317 
  1. Época en la que la actividad del hombre ha alterado notablemente la faz, la fauna y la atmósfera de la Tierra, y que tendría su inicio a mediados del siglo XX.
  2. Nombre dado al descenso en curso del pH de los océanos de la Tierra, causado por la absorción de dióxido de carbono antropogénico desde la atmósfera.
  3. Capa del suelo permanentemente congelada en las regiones polares.
  4. Informe del Climate Accountability Institute de Colorado, que también señala que la mitad de las emisiones históricas de CO2 y metano se han producido desde 1986.
  5. Entre 2001 y 2010, las cinco mayores acumularon beneficios netos de 900.000 millones de dólares.

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