Hoy hace 30 años que un grupo de franquistas intentaron hacer retroceder la rueda de la historia hacia la guerra civil. Reproducimos el trabajo histórico publicado hace once años, para que nos sirva de reflexión, dado que como dijo el clásico” los pueblos que no aprenden de su historia están condenados a repetirla”.
“Se han cumplido ahora veinte años del intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. Al igual que el 3 de marzo de 1976, cuando la policía asesinó a cinco obreros en Vitoria, o la "Semana de Enero" de 1977, que culminó con el asesinato de cinco abogados laboralistas de CCOO y del PCE a manos de la ultraderecha
el 23-F ha quedado gravado en la memoria popular como uno de los acontecimientos más destacados de la llamada "Transición democrática". Pero mientras que los dos primeros, reflejando el pulso ascendente de la lucha de la clase obrera en los primeros meses y años a la muerte del dictador, estuvieron a punto de desencadenar un proceso revolucionario abierto en el Estado español –sólo evitado por el papel de freno ejercido por las direcciones del PCE y del PSOE–, el 23-F, en cambio, dejó asomar el peligro de la contrarrevolución, una amenaza mortal para las libertades democráticas recién conquistadas por la clase trabajadora de nuestro país.
Hoy, veinte años después, gran parte de la trama golpista continúa sin salir a la luz. Los medios de comunicación de la burguesía, los militares y guardias civiles implicados, los políticos burgueses y, lo que es peor aún, los dirigentes obreros del PSOE y del PCE de entonces, se han puesto de acuerdo para tejer una tupida y oscura cortina en torno a este asunto que, como mínimo, pone en cuestión el papel del Estado burgués y, muy particularmente, el que jugaron en aquellos momentos los cuerpos represivos (ejército, Guardia Civil, policía y servicios secretos), así como el papel de la monarquía como salvadora de la democracia.
El ambiente social en vísperas del golpe.-
Cinco años después de la muerte de Franco, el ambiente social había experimentado un cambio profundo respecto al que se vivía sólo unos años antes. En los años 76 y 77 se respiraba un ambiente prerrevolucionario en todos los rincones de la sociedad. Por eso, todas las energías de la burguesía, desde la caída de la dictadura, habían estado encaminadas hacia la utilización de los dirigentes obreros para salvar al capitalismo español y restaurar poco a poco su control sobre la sociedad. Los efectos de esta política por parte de las direcciones obreras tuvieron efectos dramáticos, frustrando las aspiraciones de la clase obrera que buscaba un cambio profundo de la sociedad. Desde la caída de la dictadura, los trabajadores, las mujeres y la juventud habían confiado completamente en sus dirigentes. A regañadientes, dieron por buena toda la política de "consensos, de apretarse el cinturón, de hacer sacrificios para salvar la democracia", en la esperanza de que todos estos esfuerzos sirvieran para algo, para garantizar una vida digna para sus familias y una esperanza en un futuro mejor.
La crisis económica que se cernió sobre los países capitalistas en aquellos años, empeoró aún más la situación. El fenómeno del paro masivo (un 20% entonces), desconocido apenas unos años antes, cogió desprevenidos a los trabajadores y actuó como un látigo sobre su conciencia. La inflación (un 16%) se comía los salarios, y cada lucha, la mayoría de las veces, era derrotada.
Todas estas experiencias tuvieron un efecto dramático. Al igual que entraron, centenares de miles de obreros, mujeres y jóvenes se fueron apartando de la lucha política y sindical, cansados y desorientados. La afiliación política y sindical cayó en picado. Aquéllos fueron años de un profundo reflujo en la actividad política y sindical de las masas, una época de "semirreacción" a todos los niveles de la sociedad.
La debilidad del gobierno de UCD.-
El gobierno de UCD (Unión de Centro Democrático), una amalgama de grupúsculos burgueses, carecía de mayoría absoluta en el Parlamento. La dramática situación económica exigía medidas drásticas para salvaguardar los intereses de los capitalistas, pero Suárez (presidente del Gobierno) comprendía que un intento de lanzarse a un ataque frontal contra las condiciones de vida de las masas podría tener consecuencias imprevisibles. Por esta razón tenía que estar recurriendo constantemente a una política de parches que no satisfacía a nadie, ni a la clase obrera ni, por supuesto, a la burguesía.
La impotencia del Gobierno de Suárez en el terreno económico provocó un creciente malestar en el seno de la clase dominante.
A la crisis económica, que engendraba todo tipo de tensiones sociales, había que añadir la úlcera permanente de la cuestión nacional, sobre todo en Euskadi. Los militares hacían llegar su descontento al gobierno por la amenaza de una descomposición del Estado español. El aumento de los atentados de ETA, cuyas acciones se cebaban en los militares, policías y guardias civiles ayudaban objetivamente a dar argumentos a la reacción sobre la necesidad de un gobierno fuerte para acabar con el terrorismo.
Al mismo tiempo que la actividad etarra, aquellos años vieron la venenosa irrupción del terrorismo de las bandas fascistas, alimentadas por sectores del aparato del Estado y del sector más abyecto y desesperado de la burguesía. Al menos varias decenas de trabajadores, jóvenes y miembros de la izquierda abertzale cayeron a manos de estas hienas del gran capital. El preso de ETA Arregui murió después de las salvajes torturas a que fue sometido por la policía. También fueron numerosas las palizas y agresiones recibidas por decenas de jóvenes y trabajadores a manos de estos matones, compuestos en su mayoría por hijos de militares y fascistas, policías, guardias civiles y lúmpenes. Decenas de locales obreros fueron atacados e incendiados.
La represión policial aumentaba en todas partes. Varios trabajadores y jóvenes fueron también asesinados a manos de la policía y la Guardia Civil en manifestaciones o en plena calle.
Los dirigentes obreros, lejos de llamar a la movilización de masas para aplastar a las bandas fascistas, tarea que hubiera sido relativamente fácil, hacían "llamamientos a la tranquilidad, a "no dejarse provocar", etc., lo que envalentonaba aún más a estos grupos y a la represión policial.
Toda esta situación fue la auténtica causa de la crisis permanente de UCD y del gobierno Suárez durante esos años.
Las conspiraciones golpistas y la dimisión de Suárez.-
Esta situación de callejón sin salida en la que, por un lado, la lucha de los trabajadores no desembocaba en ningún desenlace definitivo o estaba semiparalizada y, por otro lado, la burguesía era incapaz de asegurar el orden en la sociedad y mostraba constantemente su debilidad, creaba una situación de desgobierno e inestabilidad, situación que se profundizó, sobre todo, a comienzos de 1981.
Quien mejor expresaba esta situación era la casta de oficiales del Ejército y la Guardia Civil, así como los mandos de la policía. Estos estaban compuestos, en su gran mayoría, por elementos claramente reaccionarios y fascistas, que odiaban a muerte a la clase obrera y a sus organizaciones. El ejército, y por medio de él la casta de oficiales, representa el brazo armado de la burguesía. Pero cuando ésta da síntomas de incapacidad para asegurar la estabilidad del sistema, los oficiales se sienten llamados "a poner orden y salvar a la patria, ante la incapacidad de los políticos".
En España, a diferencia de los países de nuestro entorno, el aparato del Estado había adquirido una cierta independencia en su actuación durante el franquismo con respecto a la burguesía, lo que demostraba la debilidad de esta última. Y no siempre los intereses de aquél respondían a los que convenían a la burguesía en cada momento. El problema es que la burguesía no podía prescindir de este aparato porque lo necesitaba intacto para mantener a raya a la clase obrera ante cualquier eventualidad.
La casta de oficiales del ejército, la policía y la Guardia Civil, así como los altos representantes de la judicatura eran los mismos que estaban durante la dictadura. El aparato del Estado jamás fue purgado de elementos fascistas y reaccionarios y, lo que es más vergonzoso, en ningún momento los dirigentes del PSOE y del PCE exigieron su depuración.
Por eso toda la Transición fue un hervidero de conspiraciones y rumores golpistas. Ya en el 78, dos altos mandos de la Guerdia Civil y del Ejército, Tejero (posteriormente, uno de los cabecillas del golpe del 23-F) y Sáenz de Ynestrillas, fueron descubiertos cuando planificaban un golpe de Estado, al que llamaron Operación Galaxia. El aspecto más importante de esta operación fue la gran cantidad de oficiales que sabían todo con respecto a la conspiración y que, sin embargo, no dijeron nada a las autoridades. La escandalosa puesta en libertad de estos dos conspiradores meses más tarde no hizo sino animarles a seguir en esta misma línea.
Realmente, la burguesía era la menos interesada en aquellos primeros años, después de caída la dictadura, en un golpe de Estado, pues sabía muy bien que, tarde o temprano, podría desembocar en una explosión revolucionaria de las masas.
Paradójicamente, los dirigentes de los partidos obreros no hacían otra cosa que intentar asustar continuamente a las masas con "el peligro de la involución y del golpismo" si los trabajadores iban demasiado lejos en sus luchas. Todo ello, para justificar su nefasta política de colaboración de clases con la burguesía.
Sin embargo, la situación se hacía cada vez más tensa a principios de 1981. El agotamiento y la impopularidad del centro se acrecentaba cada día más. El aislamiento de Suárez en el seno de la UCD y el desprecio que suscitaba en los sectores decisivos de la burguesía y del aparato del Estado es lo que le llevó a dimitir a principios de febrero. En una encuesta realizada por la revista Cambio 16 en aquellos días, un 59% de los encuestados estaba de acuerdo con la dimisión y un 26% pensaba que tenía que haber dimitido antes ¡Nada menos que un 85% de la población estaba en contra del dirigente de UCD en el momento de su dimisión! Resulta por tanto, esperpéntico y bochornoso que en estos momentos se intente reescribir la historia alabando a Suárez y a la UCD, cuando ambos abandonaron la escena de la historia odiados y despreciados por millones de trabajadores y jóvenes.
Es en este contexto cuando se produce el intento de golpe de Estado más serio de todos las proyectados durante la Transición, el golpe del 23 de febrero de 1981.
El golpe del 23-F y las causas de su fracaso.-
Mientras se estaba votando la elección de Calvo Sotelo como nuevo presidente del Gobierno de la UCD, en sustitución de Suárez, unos doscientos guardias civiles, dirigidos por Tejero, ocuparon el Congreso de los Diputados a punta de metralleta. Al mismo tiempo, el general Milans del Bosch sacaba los tanques a la calle en Valencia, asumiendo el control de la ciudad, y prohibiendo los partidos y sindicatos obreros.
No cabe ninguna duda de que los principales jefes militares y los servicios secretos del CESID estaban al tanto de los preparativos del golpe, incluyendo al círculo íntimo del Rey, en la persona del general Armada, uno de los estrategas del golpe, acérrimo monárquico y tutor de Juan Carlos en su juventud, y candidato en aquellos días a presidir la Junta de Jefes del Estado Mayor del ejército. Recientemente, el ministro de Defensa de la época, Oliart, reconocía en una entrevista en El País, que al menos 4.000 militares, policías y guardias civiles participaron directa o indirectamente en el golpe. ¿Cómo se puede explicar que una conspiración de tal magnitud pasara desapercibida para el Gobierno y sus servicios secretos?
De hecho, la actitud ambigua del Rey en las primeras horas del golpe alimentó la idea del apoyo real a los golpistas entre un sector del ejército que no sabía si sumarse o no. No deja de ser sorprendente que, mientras que Tejero entró en el Congreso a las 6,20 de la tarde, Juan Carlos no saliera públicamente en televisión pronunciándose contra el golpe ¡hasta pasadas las 12 de la noche! Ahora muchos intentan justificar la actitud del Rey afirmando que la Televisión permaneció ocupada por los militares hasta última horas de aquella tarde-noche, pero se olvidan de añadir convenientemente que el Palacio de la Zarzuela (residencia del monarca) dispone de su propia infraestructura autónoma de emisión por televisión, precisamente ideada para este tipo de situaciones excepcionales.
La chispa que aceleró el golpe, probablemente, fue la repentina dimisión de Suárez (los golpistas pensaban utilizar como justificación la incapacidad de Suárez y la necesidad de deponerlo de sus funciones), aunque tambien influyeron las investigaciones del caso Arregui, que implicaban el peligro de una depuración de la policía. En base al fermento en las dependencias de la policía y la crisis del gobierno, los golpistas adelantaron sus planes para el día 23 de febrero.
La intención de Armada y Milans del Bosch era la de presentar al rey un hecho consumado. Los elementos vacilantes del ejército se unirían al golpe una vez que el rey declarase su apoyo. La participación clave de Bosch y Armada, ambos conocidos monárquicos y amigos de Juan Carlos, garantizarían al apoyo del rey.
El grado de conocimiento que el rey habría tenido del golpe es difícil de saber. Pero es impensable que no sabía nada del asunto. Como mínimo, está claro que ya había habido discusiones en la camarilla del rey sobre la posibilidad de una intervención del monarca y del ejército para "salvar a la patria" en un momento decisivo.
Probablemente Armada y Bosch estaban engañados por el comportamiento ambiguo del rey, que compartiría todas sus opiniones sobre la situación de desorden del país. Según un artículo del periódico inglés The Times publicado el 12 de febrero de 1981, es decir, once días antes del golpe, el rey había mandado a los miembros de su camarilla preparar hacía meses un estudio de precedentes constitucionales europeos, con el fin de ver cómo se podía desempeñar el papel de árbitro estipulado en el artículo 62 de la Constitución.
La idea de un gobierno fuerte como alternativa a la situación que vivía el país, había sido estudiada durante meses. Es posible que Juan Carlos, inicialmente, expresase su interés en esta idea. Lo cierto es que, tanto Milans del Bosch como Armada, estaban convencidos de que el rey iba a apoyar la formación de un gobierno militar. La total confianza de los golpistas, en cada momento de su operación, indicaba que Tejero también estaba convencido del apoyo real.
Hubo claros indicios de que Armada estaba en contacto con Juan Carlos en la tarde del día 23. Noticias de una entrevista misteriosa entre el rey y Armada, alrededor de las cuatro de la tarde, aparecieron en la prensa burguesa. Aunque el contenido preciso de la reunión nunca ha sido aclarado, parece ser que fue en este punto cuando el rey decidió no sumarse a la conspiración. Así, en el momento de la verdad, Juan Carlos vaciló y se opuso al golpe. Privados de la necesaria cobertura legal, en la forma de apoyo del rey, los golpistas entraron en crisis. Las Capitanías generales de Sevilla, Zaragoza y Valladolid no se sumaron al golpe, como se había previsto. Armada intentó echarse para atrás, pero ya era tarde y el golpe se abortó en pocas horas.
Estos acontecimientos de-muestran que la monarquía, independientemente de las características individuales de Juan Carlos, no es una broma, sino un poder.
No cabe duda de que Juan Carlos actuó de una forma bastante inteligente. Si se hubiese sumado al golpe, o simplemente mantenido en silencio, esto hubiera significado el fin de la monarquía, después de la inevitable reacción de las masas de la clase trabajadora contra el mismo. Paradójicamente, la monarquía salió fortalecida del fracaso del mismo.
Así pues, si el golpe fracasó, no fue debido a las convicciones democráticas de Juan Carlos, sino porque los sectores decisivos de la burguesía comprendieron que era prematuro, y se corría el riesgo de provocar un enfrentamiento con la clase trabajadora que resultaría muy peligroso para la burguesía y, por esa razón, movilizaron todos sus resortes durante las 6 horas que mediaron desde el asalto al Parlamento hasta la aparición del rey por televisión para poner fin a la aventura.
Frente a las figuras esperpénticas, como Tejero y otros, entre los organizadores del golpe existía un consenso para organizar un gobierno de carácter bonapartista, similar a la dictadura de Primo de Rivera de 1923, con la inclusión en el mismo de militares y civiles. Uno de los hechos más escandalosos del asunto fue la filtración posterior de una entrevista, celebrada días antes del golpe, entre Armada, Enrique Múgica y Raventós (dirigentes del PSOE entonces) donde, al parecer, se valoró la necesidad de un Gobierno fuerte, con la participación militar y la inclusión de miembros de UCD y el PSOE en el mismo, para "salvar el país". Esto demostraba lo lejos que había llegado la degeneración de determinados miembros de la dirección del partido, su pérdida de horizonte político y su identificación con el Estado burgués, al prestarse a este tipo de enjuagues que podrían haber tenido dramáticas consecuencias para la clase obrera y sus organizaciones. Posiblemente estos socialdemócratas miopes imaginaban seriamente que la mejor forma de evitar un golpe de estado era metiendo a los militares en el gobierno.
Aunque la clase obrera fue cogida por sorpresa por el golpe, algunos núcleos de la misma, guiados por un certero instinto de clase, llegaron a la conclusión, ese mismo día, de la necesidad de las armas para defenderse de los golpistas. Esto sucedió en algunos pueblos jornaleros de Andalucía, como Badolatosa, Lebrija, Maracena, Chauchina y otros, donde se organizaron partidas de vigilancia en los accesos del pueblo, mientras que los vecinos se intercambiaban escopetas de caza y cartuchos, y entre sectores de los mineros asturianos. A pesar de la confusión y de que las máximos dirigentes sindicales no dieron ni una sola consigna, durante esa tarde-noche, hubo paros y asambleas en decenas de empresas (en Gijón, Avilés, Santander, Álava, Sevilla, Navarra, Barcelona y Madrid) y en Cataluña CCOO tenía previsto convocar la huelga general al día siguiente del golpe.
Las manifestaciones que recorrieron todo el país el día 26 de febrero, convocadas formalmente por todos las partidos para protestar contra el intento de golpe, pero cuyo contingente fundamental estaba formada por trabajadores y sus familias, fueron las más multitudinarias de toda la historia. Más de tres millones de personas participaron en las mismas. Madrid, con un millón y medio, y Barcelona, con medio millón, fueron las más numerosas.
El juicio del 23-F.-
El juicio del 23-F, que duró varios meses, dejó claro que la justicia militar, con la complicidad del gobierno, no pretendió jamás ir hasta el fondo del asunto. Sólo fueron condenados a penas significativas los cabecillas: Armada, Milans y Tejero, los cuales diez años más tarde ya estaban en libertad o yendo sólo a dormir a la cárcel. Las decenas de implicados, militares y civiles, fueron condenados a penas simbólicas o absueltos.
La actitud tranquilizadora de los dirigentes, negándose a movilizar a la clase trabajadora y a la juventud con cada asesinato y tortura de los cuerpos represivos y de los fascistas, no hacía más que envalentonar a estos últimos y a los elementos claramente reaccionarios de la casta militar.
Así, varios meses después, cien oficiales del ejército y la Guardia Civil publicaron un manifiesto donde manifestaban su "comprensión" a los golpistas y se pronunciaban contra la democratización del ejército y a favor de la "autonomía con respecto al poder político". La única respuesta de Calvo Sotelo fue catorce días de arresto domiciliario para unos pocos.
Como una muestra más de las continuas provocaciones de la ultraderecha y de la casta militar, el 23 de mayo un grupo de fascistas, compuesto por guardias civiles y lúmpenes, asaltaron la sede del Banco Central en Barcelona tomando más de un centenar de rehenes y exigiendo la libertad de los detenidos en relación al 23-F. Nunca se quiso aclarar la auténtica identidad de los asaltantes, que quedaron en libertad en su mayoría después de ser detenidos por los GEO.
Las conspiraciones golpistas no acabaron el 23-F. En plena campaña electoral, poco antes de octubre de 1982, fue descubierta otra conspiración para dar un golpe de Estado el día antes de las elecciones del 28 de octubre. Obviamente, todas estas conspiraciones fueron abortadas por la burguesía por las mismas razones por la que abortaron el 23-F: el miedo a una respuesta revolucionaria de la clase obrera que, a pesar del reflujo aparente en el movimiento obrero, no olvidaba los cuarenta años de dictadura franquista.
La experiencia del 23-F destila numerosas enseñanzas para la clase obrera y sus organizaciones. El hecho de que una sola persona, el rey Juan Carlos, tenga consagrado por la Constitución la jefatura y la obediencia personal de los mandos del ejército, es algo que debe de llenar de preocupación a todos los activistas del movimiento obrero. El que la burguesía abortara aquel golpe de Estado, porque no era el momento, no significa que no intente recurrir a él en otras circunstancias donde vea amenazada su existencia y sus privilegios. Mientras que un puñado de cien familias ricas siga controlando el poder y la riqueza de este país, como ocurre ahora, nunca estaremos a salvo de conspiraciones golpistas. Sólo un gobierno compuesto por los partidos de la clase obrera sería capaz de llevar a cabo una depuración de los órganos del Estado, nacionalizando la Banca y las industrias claves del país, sin indemnización y bajo el control democrático de los trabajadores, para impedir que los grandes capitalistas puedan utilizar sus recursos fabulosos contra la mayoría del pueblo que somos la clase trabajadora.(...)
Revista Marxismo Hoy Nº 9. “La Transición”. ¿Qué ocurrió realmente”. (Fragmento).
Editada por la Fundación Federico Engels.
(Si estás interesado en su adquisición consulta en: http://www.fundacionfedericoengels.org/
23 de febrero de 2011
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