En junio de 1997, tras perder las elecciones generales el año anterior, Felipe González, para sorpresa de muchos, anunciaba que dejaba la secretaría general del PSOE.
En ese XXXIV Congreso, Felipe González hizo caso, quizás por primera y única vez, a la corriente de opinión Izquierda Socialista. Su portavoz federal, Antonio García Santesmases, ante la hecatombe del último período de gobierno del PSOE, venía reclamando por entonces que la mejor manera de cerrar la crisis interna y de afrontar la nueva etapa del gobierno de José María Aznar era que Felipe González diera un paso atrás. El líder lo entendió pero lo que no supo valorar fue las consecuencias que tendría designar directamente al nuevo secretario general.
Joaquín Almunia era portavoz parlamentario en el Congreso de los Diputados y fiel ariete del felipismo frente a Alfonso Guerra, la verdadera pieza a batir en aquel Congreso. No hemos de olvidar que, desde que se perdieron las elecciones en marzo de 1996, el debate giraba en torno a si era posible que González continuara dirigiendo al PSOE pero sin Guerra. La dimisión de Felipe arrastró a la de Alfonso; sin embargo, el encumbramiento de Almunia como secretario general nació averiado. Los liderazgos no se heredan, se conquistan, decían los delegados.
Esta es la razón
por la que se afirmaba que Almunia carecía de legitimidad de origen.
Mayoritariamente las bases hubieran aceptado con cierto sosiego que ese cargo
lo ocupase Javier Solana pero sus compromisos con Bill Clinton le impedían
abandonar la secretaría general de la OTAN. No obstante, la
noche anterior de ser nombrado Almunia, muchos delegados propusieron que Josep
Borrell -por cierto, nunca visto como "catalán"
dada su vocación jacobina- encabezase una alternativa.
Se proponía que los delegados votaran entre
Almunia o Borrell. Este es el germen de las primarias internas que, a decir
verdad, no son propiamente primarias como tampoco lo fue el proceso de elección
de José Luis Rodríguez
Zapatero. La novedad consistía, sin embargo, en que no se proponían
dos listas alternativas completas, sino que lo que se disputara fuera el
liderazgo: el jefe de filas. En ese tiempo, todo sea dicho, resultaba
inconcebible que el secretario general se eligiera con independencia de la
Ejecutiva.
Aquella noche el intento fracasó
pero cobró fuerza la simiente: se demandaron
primarias entre los militantes para elegir al candidato en las elecciones del año
2000. Izquierda Socialista siempre había criticado el modelo cesarista de
Felipe González: un partido subordinado a la
conciencia del líder. Asimismo, en muchas ocasiones había
advertido del peligro que conlleva la vertiente presidencialista en un sistema
que es parlamentario. El votante español no elige a un presidente como es el
caso francés o norteamericano, sino que lo que
votamos son listas para el Parlamento. Es importante tener en cuenta que ambos
sistemas son opuestos e introducir la mecánica electoral de uno en el otro podría
acarrear situaciones indeseables.
Todos sabemos cómo
acabó el experimento de Borrell: el PSOE no tenía
la tradición del PNV, la bicefalia fue imposible
porque, en resumen, el aparato se negaba a perder cuotas de poder y, además,
el medio de comunicación "amigo", El País,
hizo cuanto pudo para que Borrell no llegase a la meta final. Almunia terminó
siendo el candidato. Aquel proceso produjo, sin duda, una gran frustración
y la querella interna se enquistó aún más.
Después del batacazo electoral -no perdamos
de vista que Almunia, para mayor incredulidad de las bases del PSOE, había
formalizado un pacto con Francisco Frutos, líder
de Izquierda Unida, con el fin de representar una futura coalición
de gobierno-, presentó su dimisión
sin previo aviso. Tuvo que hacerlo de ese modo porque, de lo contrario, el
aparato lo habría impedido.
Una gestora se encargó
de preparar el XXXV Congreso y finalmente los delegados concurrieron sabiendo
que se presentaban cuatro candidaturas: José
Bono, José Luis Rodríguez
Zapatero, Matilde Fernández y Rosa Díez.
Aquí únicamente votaban los delegados para la
secretaría general del PSOE, esto es, no hubo un
proceso de primarias como ahora se reclama ni tampoco fue como en la elección
del candidato a la presidencia del gobierno. Deseo significar una nota muy
relevante: cuando se celebraron las primarias entre Borrell y Almunia muchos
afiliados que habían dejado de pagar la cuota del Partido
volvieron a las Agrupaciones para ponerse al día
y no me equivoco si digo que también regresaron para cambiar las cosas y
votar a Borrell. Aún hoy el aparato no ha digerido aquella
píldora: la vuelta de las bases al Partido revelaba el increíble
grado comatoso en que se encontraba la organización.
¿Qué se quería?
Algo muy sencillo: democracia interna.
En efecto, la elección
de José Luis Rodríguez
Zapatero marcó un primer esbozo de democracia
interna. Sin embargo, tuvo un corolario perverso: "el que gana se lo lleva
todo". Esto es, sus contrincantes quedaron reducidos a la insignificancia
en la elección de la Ejecutiva. Tal vez se debió
a que Bono, con ese inconmensurable aprecio que tiene de sí
mismo, jugó al todo o nada. El hecho es que la
democracia valió para la elección
de candidatos pero posteriormente no para la toma de decisiones. Dicho de otra
forma, la Ejecutiva era monolítica en torno al líder:
no integraba en la toma de decisiones a las otras sensibilidades. Así
pues, el Partido se deslizaba por una pendiente cada vez más
presidencialista hasta que alcanzó su máxima
cumbre cuando, del 9 al 10 de mayo de 2010, Rodríguez
Zapatero, sin consultarlo con la organización
ni con el grupo parlamentario, adoptó una serie de medidas que aún
estamos pagando. ¿No hubiera sido más
lógico que, al menos, hubiese convocado al grupo parlamentario
para someter a debate semejante cambio de rumbo? Si no podía
celebrarse un Comité Federal Extraordinario dada la
urgencia de los hechos, ¿qué menos que reunir en el Congreso a los
diputados y senadores con el fin de que valorasen el alcance de esas medidas?
En suma, la mezcla entre el modelo presidencialista y la tenaza de la
disciplina de partido provocó un mayor ahondamiento en el
sentimiento de lejanía entre la cúpula
y la militancia. Ya no era sólo que las bases no contaban sino también
los propios cuadros del Partido.
Paradójicamente,
en toda su trayectoria, Rodríguez Zapatero no había
parado de hablar de las bondades de la "democracia deliberativa". ¡Menuda
"deliberación"! A partir de ahí
todo quedaba bien atado mediante el salvoconducto de la
"responsabilidad". Comenzó a funcionar el engranaje diabólico
de la responsabilidad: si disientes, eres un irresponsable porque das
argumentos a la derecha y si, por el bien del Partido, callas, entonces eres
responsable de tu silencio. En cualquier caso, siempre serás
culpable. Cuando una organización entra en la lógica
de que sólo caben la "lealtad" o la
"salida" está firmando la sentencia de muerte de la
democracia interna. Una institución de este tipo se transforma, según
sea el carácter del líder
político de turno, o bien en un cuartel o bien en una iglesia y
sus militantes pasan a ser respectivamente reclutas o feligreses y, en el peor
de los casos, reclutas feligreses (¡que también
abundan!).
Además
de la lealtad y la salida, una organización para ser verdaderamente democrática
tiene que garantizar la "voz", esto es, el disenso en sus propias
filas. Democracia interna no es sino admitir la posibilidad y existencia del
disenso en la estructura orgánica interna. Y que tales
manifestaciones, si cuentan con un grado suficiente de apoyo, aunque sean
minoritarias, no sean condenadas al ostracismo. La historia del Partido
Socialista ofrece sobradas pruebas de que nadie está
en posesión de la verdad absoluta (como en la
Iglesia) ni tampoco funciona "manu militari" (como en el cuartel). En
definitiva, ni reclutas ni feligreses, queremos ser ciudadanos fuera y dentro
del Partido.
En consecuencia, es obligado
repensar cómo se articula la democracia interna
porque lo que es obvio es que las primarias (entendidas como un hombre, un
voto) refuerzan el sentido de mayor participación
para elegir candidatos (sea para secretario general, sea para el concurso
electoral) pero, sin embargo, dejan muy en el aire el mecanismo que debe
garantizar la integración orgánica
de las distintas posiciones ideológicas. Y, por favor, que no se diga que
ahora no es el momento de debatir estas cosas porque hay más
de seis millones de parados. ¿Es que estamos gobernando o vamos a
gobernar dentro de unos meses? Ahora no toca gobernar, lo que ahora toca es que
arreglemos el follón interno. Democracia sí,
pero cómo. Para elegir al líder
es necesaria, pero insuficiente para que el partido de verdad se democratice.
Mario Salvatierra Saru.
29 de abril de 2013
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