Al calor del auge de la lucha de clases
en estos años de crisis, por primera vez en mucho tiempo los activistas
de la izquierda
discuten sobre la inminencia de un estallido
revolucionario en Europa y el papel que les toca en su preparación.
Estudiando el Mayo del 68 francés, una de las primeras conclusiones es
que intentar prever una posible rebelión social atendiendo a las
intenciones de los dirigentes reformistas o burgueses es un error. La
revolución que llevó a afirmar a De Gaulle ante el embajador
estadounidense en París que “en pocos días los comunistas” estarían “en
el poder”, estuvo muy lejos de empezar por la iniciativa de los líderes
comunistas y socialistas. Por el contrario, y al igual que en la
actualidad, la cúpula política y sindical de la izquierda no sólo había
abandonado cualquier perspectiva de transformación socialista
integrándose plenamente en el juego del parlamentarismo burgués, sino
que se esforzaba en que las luchas sindicales se mantuvieran dispersas y
sin el menor contenido anticapitalista.
Síntomas para un estallido revolucionario.
Los marxistas somos muchas veces
acusados de un exceso de optimismo que supuestamente desemboca en
“análisis desequilibrados” sobre el estado de ánimo de las masas. Los
escépticos, los quemados, los ex, siempre aluden a la “pasividad” de las
grandes masas para justificar las derrotas. Sin embargo, no se puede
aplicar la mera aritmética para medir el ambiente que hay bajo la
superficie de la sociedad. Es necesario saber cuándo determinados
conflictos, a pesar de representar un número reducido y no generalizarse
instantáneamente al conjunto del movimiento, están anticipando la
tónica general de la lucha de clases en el próximo periodo.
Un año
antes del inicio de la revolución, en 1967, hubo un puñado de luchas muy
radicalizadas que, desafiando las directrices sindicales, anunciaban la
tormenta que estaba a punto de desatarse. Tal fue el caso de la huelga
salvaje de Rodhiaceta, y también de Mans, donde los trabajadores
llegaron a asaltar la prefectura de policía, o de Redon, donde los
huelguistas cortaron las vías férreas mientras la patronal y los
sindicatos negociaban una subida salarial. Por eso, en la actualidad,
los marxistas subrayamos la importancia de movimientos como la Marea
Blanca madrileña y la Plataforma de Afectados por las Hipotecas. Su
desbordamiento de los límites impuestos por las direcciones de UGT y
CCOO, su determinación y constancia, sus asambleas masivas, el
protagonismo de su base, su fusión con la clase obrera, nos advierte del
alto grado de radicalización existente en las entrañas de la sociedad.
De la huelga a la revolución social.
A finales de la década de los 60, los
partidos y sindicatos mayoritarios de la izquierda francesa asfixiaban
la movilización, obligando al movimiento obrero y juvenil a buscar
cauces alternativos para expresarse. Esa es la explicación de por qué la
ocupación de fábricas por parte de diez millones de obreros encontró su
punto de ignición en la represión de una pequeña manifestación, en
solidaridad con el pueblo vietnamita, de un millar de estudiantes de la
universidad de Nanterre, celebrada el 20 de marzo de 1968. La juventud,
más libre de los corsés impuestos por las organizaciones tradicionales,
abrió la brecha para que el movimiento obrero liberara toda la
frustración acumulada.
La ocupación de facultades y la detención de
varios estudiantes, desató una escalada represiva por parte del gobierno
de derechas que alimentó una espiral acción-reacción. Primero contagió
al movimiento estudiantil de todo el país, con la ocupación de la
Sorbona y la totalidad de las universidades, manifestaciones masivas en
París y en cientos de localidades; para pasar, en pocos días, al
conjunto de los trabajadores. El 19 de mayo había dos millones de
obreros en huelga; el 20, cinco millones; el 21 eran ya ocho y el 28 de
mayo eran diez los millones de asalariados en huelga. Las fábricas
fueron ocupadas, con las factorías de Renault en primera línea de
vanguardia. Los trabajadores de los medios de comunicación, del
transporte, de numerosos sectores, incluso los actores se sumaron
también a la lucha. Las organizaciones que se proclamaban de la
izquierda revolucionaria crecieron de forma explosiva, muchas de ellas
alimentándose del rechazo de las posiciones estalinistas sostenidas por
el Partido Comunista Francés (PCF) durante décadas.
El movimiento
huelguístico pronto se transformó en un levantamiento político que
cuestionaba abiertamente el poder burgués. En Nantes, al igual que en
otras ciudades, se creó un comité de huelga que dirigía todos los
aspectos de la vida social, asemejándose cada vez más a un embrión de
sóviet. Las capas medias simpatizaban también, como demostró la
manifestación antigubernamental de 200.000 pequeños productores
agrícolas en París. La lucha afectó de lleno al aparato del Estado, el
sindicato de la policía se dirigió al Gobierno en los siguiente
términos: “los oficiales de policía apreciamos las razones que inspiran a
los huelguistas en demanda de aumentos salariales, y deploramos el
hecho que nosotros no podamos participar, debido a la ley (…) Las
autoridades públicas no deberían utilizar sistemáticamente a la policía
contra las actuales luchas obreras”.
Las instituciones burguesas
habían perdido el control. Mitterrand, dirigente socialista, declaraba:
“no hay Estado”. Las condiciones para derrocar el capitalismo estaban
maduras y el apoyo del resto de la clase obrera europea garantizado.
Pero la oportunidad se desperdició. El ascenso revolucionario se
enfrentaba a un gigantesco obstáculo: la determinación de los dirigentes
socialdemócratas y estalinistas en preservar el capitalismo.
El papel del estalinismo.
Una especial responsabilidad recayó
sobre el PCF, sin duda el partido decisivo y mayoritario entre la clase
obrera. Sus dirigentes mostraron desde el primer momento su hostilidad
hacia el movimiento juvenil. Los días 4 y 5 de mayo, la Federación del
PC de París repartía una octavilla que bajo el título ‘Estudiantes:
izquierdistas y fascistas hacen el juego al poder’ afirmaba: “Hoy se ve
claramente adónde llevan los actos de los grupos izquierdistas… que
tomando como pretexto los errores gubernamentales y especulando con el
descontento de los estudiantes, intentan bloquear el funcionamiento de
las facultades e impedir a la masa de alumnos que trabajen y se examinen
normalmente. Así, estos falsos revolucionarios actúan objetivamente
como aliados del poder gaullista y de su política… Crean un terreno
propicio a las intervenciones policíacas…”.1 Georges Marchais, futuro
secretario general del PCF, escribía en las páginas de L’Humanité: “Las
tesis y la actividad de ‘estos revolucionarios’ hacen reír”.2 Si bien un
sector de los dirigentes estudiantiles practicaba una actitud sectaria
ante las grandes organizaciones obreras, no era ese el motivo de los
ataques del PCF. La abrumadora campaña de descrédito contra la lucha
juvenil lanzada por los líderes estalinistas estaba determinada por el
objetivo de contener al movimiento obrero y desactivar la amenaza
revolucionaria, desautorizando a quienes habían prendido la mecha.
Ante
el ascenso incontenible de la actividad de las masas, la burguesía se
mostró favorable a negociar antes de perderlo todo. Con los llamados
‘acuerdos de Grenelle’ firmados por los sindicatos y especialmente por
la CGT, el sindicato mayoritario ligado al PCF, se logró un aumento
salarial del 7%, la reducción de la jornada laboral, la flexibilización
de la edad de jubilación, y muchas otras mejoras. Al igual que en la
crisis revolucionaria francesa de junio de 1936, con estas concesiones
se pretendía devolver la normalidad a los centros de trabajo. Pero, a
pesar del esfuerzo de los dirigentes sindicales y de que los líderes
estalinistas pusieron toda su autoridad en juego, la oferta de ‘paz’ fue
rechazada de forma masiva.
Incansables en su actividad
desmovilizadora, los jefes estalinistas recurrieron a la táctica de
dividir al movimiento, estableciendo negociaciones sectoriales.
Finalmente, y ante la falta de una alternativa clara para que la
movilización diera un paso adelante, algunos sectores empezaron a
descolgarse, iniciándose una caída generalizada de la lucha
huelguística. Ello se combinó a su vez con maniobras de la clase
dominante: el gobierno De Gaulle dimitió y se convocaron elecciones. Si
De Gaulle eligió como eslogan electoral “El caos o yo”, los dirigentes
comunistas se decidieron por otro no menos significativo “Contra la
anarquía: por la paz y el orden, votad comunista”. Si la tarea era
restaurar el orden burgués, los más capacitados para hacerlo eran los
representantes políticos de la burguesía. La derecha ganó las
elecciones, mientras que el PCF sufrió un fuerte varapalo, especialmente
en el cinturón rojo de las ciudades.
La derrota no marcó un punto y
final, sino un punto y seguido. Los trabajadores franceses no han
perdido su combatividad. Su ‘no’ a la Constitución Europea, la huelga
indefinida de las refinerías de petróleo, la rebelión de los liceos, son
tan sólo algunas de las luchas protagonizadas en la última década. Tras
desalojar del gobierno al derechista Sarkozy, se confirma la decepción
por las falsas promesas de Hollande. Nuevamente, la frustración y la
tensión crecen bajo la superficie. No dudamos que tarde o temprano se
expresará en toda su plenitud volviendo a cuestionar quién debe mandar
en la sociedad.
Escrito por Bárbara Areal.
1. José Mª Vidal Villa, Mayo’68, Edit. Bruguera SA, Barcelona 1978, p. 178.
2. Ibid, p. 172.
2. Ibid, p. 172.
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