Cada año el día 14 de abril se
conmemora el aniversario de la proclamación de la Segunda República y del
inicio de un amplio proceso de revolución social que culminaría en tres años de
guerra contra el fascismo. Como tributo a los luchadores antifascistas, la
Fundación F. Engels, ha publicado el
libro Revolución Socialista y Guerra Civil (1931-1939)(*). Esta obra pretende proporcionar una panorámica
general de los antecedentes históricos de los acontecimientos de los años 30. A
continuación ofrecemos unos extractos de dicha obra.
Como señala en su
introducción: “No es difícil observar la persistencia de un claro hilo
conductor, una línea de continuidad histórica entre los tres años de lucha
armada contra el fascismo y revolución
social, y las grandes conmociones políticas, las huelgas y los movimientos
insurreccionales del último tercio del siglo XIX y los primeros decenios del
siglo XX. En estas sacudidas, y en la proclamación de la segunda República, es
posible observar cómo emergen los protagonistas de una historia silenciada. Miles
de hombres y mujeres, trabajadores anónimos del campo y la ciudad, que creyeron
con pasión en una vida mejor y que se levantaron, una y otra vez, contra la
opresión y la injusticia.”
El libro también cuenta con
una amplia introducción donde se abordan la política de exterminio contra la
izquierda practicada por el ejército franquista en la guerra civil, la
represión bajo la dictadura y un balance de los años de la Transición. Puede
solicitarse información más detallada en la web que reseñamos al final.
El mismo autor también tiene
otros trabajos sobre la República, cuyo extracto del que aparece en la Revista
Marxismo Hoy, editada por la Fundación
Federico Engels, se describe seguidamente:
“”La proclamación de la II
República y las tareas de la revolución democrático-burguesa.-
“”A finales el 1930, y tras la caída de la dictadura de Primo de Rivera, la monarquía de Alfonso XIII estaba corroída por la crisis económica, la contestación social de amplias capas de la pequeña burguesía, los estudiantes y el movimiento obrero. Carente de base social, los jefes monárquicos intentaron ganar tiempo convocando para el 12 de abril de 1931 elecciones municipales, con la esperanza de contener el movimiento y lograr el apoyo de los sectores republicanos al establecimiento de una monarquía constitucional. Pero ya era tarde. A pesar del fraude y la intervención de los caciques monárquicos en las zonas rurales, el triunfo de las candidaturas republicano-socialistas fue masivo en las grandes ciudades. El júbilo de las masas se desató en las principales capitales y ciudades del país, donde la República fue proclamada en los ayuntamientos.
“”Con una correlación de fuerzas tan desfavorable, la burguesía —que había sostenido la monarquía alfonsina y su régimen represivo durante décadas— no pudo impedir la proclamación de la República y mucho menos utilizar al ejército para reprimir al movimiento. Los capitalistas consideraron la República un mal menor mientras trataban de ganar tiempo para poder reestablecer una situación más favorable para sus intereses.
En aquellas jornadas históricas, los dirigentes socialistas y republicanos que se auparon a la dirección política del movimiento manifestaron enormes vacilaciones y una enorme desconfianza hacia las masas revolucionarias. El gobierno provisional republicano, una coalición entre los republicanos burgueses y los dirigentes del PSOE, intentó encarrilar los acontecimientos hacia el terreno del parlamentarismo burgués. Los líderes socialistas, entusiastas partidarios de la teoría etapista de la revolución, defendían que con la proclamación de la II República se podrían llevar a cabo las transformaciones democráticas que en Inglaterra o Francia se habían realizado a través de las revoluciones burguesas de los siglos XVII y XVIII. Según sus planes, la coalición con la burguesía republicana permitiría concretar la reforma agraria a través del parlamento; conseguir la ansiada separación entre la Iglesia y el Estado, y el avance de la enseñanza pública; la modernización del Ejército y la creación de un cuerpo de leyes que velara por las libertades de reunión, expresión y organización; la resolución de la cuestión nacional, concediendo la autonomía a Cataluña, Euskadi y Galicia; y, sobre todo, crear las bases materiales para el desarrollo de un capitalismo avanzado para competir en el mercado mundial… En definitiva, el programa clásico de la revolución democrático-burguesa.
Bajo esta estrategia, el
proletariado revolucionario tenía que subordinarse a la burguesía republicana
hasta que, en teoría, se pudiese fortalecer a las organizaciones obreras dentro
de las instituciones políticas y económicas del nuevo régimen. Sólo entonces se
podría hablar de luchar por el socialismo. Este planteamiento ideológico se basaba
en la tradición reformista de la Segunda Internacional y fue repudiado por el
ala marxista representada por Rosa Luxemburgo en Alemania y los bolcheviques
rusos a la luz de la revolución rusa de 1905 y 1917.
El enfoque etapista defendido por
los teóricos del reformismo socialdemócrata falseaba tanto las condiciones
materiales del desarrollo capitalista, como la propia estructura de clases de
la sociedad. En el caso del Estado español, pero también en Rusia y en los
países de desarrollo capitalista tardío, la burguesía unió muy pronto sus
intereses a los de los viejos poderes establecidos. Nunca protagonizó una
revolución como en Francia o Gran Bretaña. Por el contrario, recurrió
constantemente a acuerdos con las viejas clases nobiliarias con las que compartía
los beneficios de la propiedad terrateniente. La consolidación del régimen
burgués no significó ningún cambio fundamental para el campesinado, cuyo
despojo fue un proceso ininterrumpido convirtiéndose en uno de los factores
decisivos de la revolución social. La clase dominante española optó por
conservar las bases de un capitalismo agrario extensivo, latifundista y
expropiador de la masa campesina. A una situación insostenible para la masa
jornalera, se unía la miseria de los pequeños propietarios.
En cuanto a los grandes
industriales, muy vinculados a la gran propiedad agraria, utilizaron las
ventajas políticas del régimen monárquico para obtener sus beneficios de los
bajos salarios de la clase obrera, de extensas jornadas laborales y la represión
sistemática de los sindicatos, especialmente de los anarcosindicalistas. La
industrialización era débil y desigual, conviviendo zonas atrasadas con otras,
como Cataluña y Vizcaya, que concentraban la parte del león de las industrias
extractivas, siderúrgicas y textiles y, por supuesto, los batallones pesados
del proletariado. Esta configuración del capitalismo nacional dejó campo libre
a la penetración de los capitales extranjeros, fundamentalmente ingleses y
franceses, que monopolizaron sectores enteros, como la minería del cobre,
plomo, hierro... Por otro lado, el sector financiero dominaba la industria: los
grandes banqueros se fundían con la aristocracia empresarial y los grandes
propietarios agrarios, muchos de ellos nobles aburguesados, para conformar el
bloque dominante de poder, las famosas cien familias que controlaban la vida
económica y política del país.
La historia del capitalismo español pronto puso de relieve el carácter profundamente contrarrevolucionario de la burguesía nacional y su completa renuncia a liderar consecuentemente la lucha por las demandas democráticas. Como demostró la experiencia del octubre ruso de 1917 y la oleada revolucionaria que sacudió Europa tras las Primera Guerra Mundial, sólo la clase obrera aliada del campesinado pobre podría llevar a cabo la solución de las tareas democráticas y la eliminación de este bloque de poder que impedía el avance social. Y esta solución implicaba la lucha por el derrocamiento revolucionario de la burguesía reaccionaria y su expropiación económica: tomar el poder político para iniciar la transición al socialismo.
La estructura de clases después del 14 de abril.-
El atraso del capitalismo español se manifestaba en la posición predominante de la agricultura en la economía nacional: aportaba el 50% de la renta y constituía dos tercios de las exportaciones. Aproximadamente el 60% de la población se concentraba en el medio rural, malviviendo en condiciones de extrema explotación, salarios miserables y sufriendo penurias periódicas entre cosecha y cosecha. Dos tercios de la tierra cultivable estaban en manos de grandes y medianos propietarios. En la mitad sur, el 75% de la población tenía el 4,7% de la tierra mientras el 2% poseía el 70%.
Por su parte, la clase
trabajadora, que superaba los tres millones en todo el país, había dado
muestras sobradas de sus tradiciones combativas y de la potencia de sus
organizaciones. No en vano, los campesinos y trabajadores habían protagonizado
tres años de lucha revolucionaria durante el llamado trienio bolchevique
(1918-1920), habían derrocado a la monarquía, y se agrupaban en grandes
sindicatos de masas, la UGT y la CNT, que pronto sufrieron la radicalización de
su militancia de base.
Enfrentados a una potente clase obrera y jornalera, la burguesía contaba con firmes aliados en el clero y el ejército. En 1931, según datos obtenidos de una encuesta elaborada por el gobierno, existían 35.000 sacerdotes, 36.569 frailes y 8.396 monjas que habitaban en 2.919 conventos y 763 monasterios. En total, el número de personas que se englobaba en la calificación profesional de “culto y clero” dentro del censo general de población de 1930 era de 136.181. El mantenimiento de este auténtico ejército de sotanas consumía una parte muy importante de la plusvalía extraída a la clase obrera y al campesinado. La Iglesia era un auténtico poder económico: según datos del Ministerio de Justicia de 1931, la Iglesia poseía 11.921 fincas rurales, 7.828 urbanas y 4.192 censos.
En cuanto al Ejército, estaba formado por 198
generales, 16.926 jefes y oficiales, y 105.000 soldados de tropa. Los
oficiales, seleccionados cuidadosamente de los medios burgueses y monárquicos
jugaban un papel protagonista en los acontecimientos políticos desde el siglo
XIX, y eran la espina dorsal del aparato del Estado burgués, que los empleaba
sistemáticamente en labores de represión del movimiento revolucionario y en las
aventuras colonialistas en el norte de África.
Las ‘reformas’ del gobierno de conjunción republicano-socialista.-
Cuando el gobierno de conjunción republicano-socialista salido de las elecciones de junio de 1931 intentó poner en práctica sus promesas electorales, pronto se dio de bruces contra la realidad del capitalismo español. El proyecto de llevar a cabo las reformas democráticas, manteniendo intacta la estructura social y económica del régimen burgués, fracasaron mayoritariamente. Este gobierno se plegó a las exigencias de la clase dominante y se enfrentó duramente a su propia base social, reprimiendo con dureza las movilizaciones obreras y jornaleras en los años siguientes. Este fracaso general se puede sintetizar en los siguientes puntos:
a) La depuración del ejército. El gobierno de conjunción, y su ministro de la Guerra, Manuel Azaña, a través de toda una serie de reformas legales favorecieron el retiro de algunos mandos desafectos a la República garantizando su paga de por vida; pero la mayoría de los militares de carrera, vinculados a la dictadura de Primo de Rivera y a la monarquía, y con un historial reaccionario acreditado, permanecieron en sus puestos. La República no depuró el aparato militar y policial de estos elementos, al contrario, premió y promocionó a los viejos oficiales de la monarquía, como Francisco Franco, a las posiciones más altas del escalafón militar.
b) Las relaciones Iglesia-Estado. La cuestión de la financiación estatal de las actividades de la Iglesia católica y los límites al monopolio clerical de la educación fueron una prueba de fuego para el gobierno. Haciendo honor a su extracción de clase, Alcalá Zamora, futuro presidente de la República, y Miguel Maura, ministro de Gobernación, ambos reconocidos reaccionarios y antiguos ministros de Alfonso XIII, presentaron su dimisión en señal de protesta durante la redacción de la nueva constitución republicana que pretendía poner coto, muy tímidamente, al poder eclesiástico. La enseñanza constituyó otro gran frente de batalla con la Iglesia. El mantenimiento del monopolio eclesiástico de la educación había arrojado un saldo de atraso e ignorancia: en 1931 la tasa de analfabetismo del país superaba el 40%. En la primera semana de mayo de 1931, el gobierno de conjunción suprimió la obligatoriedad de la enseñanza de la religión. A finales de ese mismo mes, para luchar contra el analfabetismo, se puso en marcha el proyecto cultural de las misiones pedagógicas. Pero la estrella de las reformas fue el ambicioso decreto del 23 de junio de 1931, que aprobó la creación de 7.000 nuevas plazas de maestro y otras tantas nuevas escuelas, como parte de un plan quinquenal con el que se pretendía paliar el déficit educativo repartiendo más de 27.000 escuelas por toda la geografía. Sin embargo, todos estos proyectos quedaron muy cercenados. La construcción de las miles de escuelas prevista en el primer bienio sólo se llevó a cabo parcialmente debido a la escasez de recursos de las arcas municipales y al boicot de los caciques de siempre. Posteriormente, el gobierno derechista del bienio negro arrinconó definitivamente estos planes, permitiendo de nuevo a la jerarquía católica disfrutar de un amplio control sobre el sistema educativo y anulando cualquier medida reformista contra su poder económico. En cualquier caso, muchos de los avances educativos del periodo republicano fueron el resultado del esfuerzo abnegado de las organizaciones obreras y de sus militantes más comprometidos. Los ateneos libertarios, las casas del pueblo o las misiones pedagógicas se convirtieron en importantes centros de cultura en miles de localidades.
c) La reforma agraria. La Ley aprobada finalmente en 1932, después de constantes concesiones a los terratenientes y a los partidos de la derecha en el parlamento, establecía un Instituto de Reforma Agraria encargado de realizar el censo de tierras sujetas a expropiación mediante el pago de indemnización; pero este sistema tenía por base la “declaración” hecha por los grandes propietarios agrarios. Los créditos para esta reforma agraria procederían del Banco Agrario Nacional con un capital inicial de 50 millones de pesetas, pero su administración no dependía de los jornaleros ni sus organizaciones, sino de representantes del Banco de España, el Banco Hipotecario, del Cuerpo Superior Bancario, del Banco Exterior de España, es decir del gran capital financiero ligado a los terratenientes. El proyecto, además, obviaba el problema de los arrendamientos, que esclavizaba a los pequeños campesinos a las tierras del amo en Castilla la Vieja, Extremadura y otras zonas. La reforma agraria del gobierno Azaña fue un fiasco en toda regla. “En 1933, ciento veinte años después de que las Cortes de Cádiz aprobasen las primeras leyes desamortizadoras —escribe Edward Malefakis— la aristocracia continuaba siendo una importante clase terrateniente. Sus propiedades que en su mayor parte eran cultivables (...) representaban más de medio millón de hectáreas en las seis provincias latifundistas estudiadas (Badajoz, Cáceres, Cádiz, Córdoba, Sevilla y Toledo) (...) La nobleza poseía de una sexta a una octava parte de toda la tierra incluida en el Registro de Badajoz, Córdoba y Sevilla. En Cádiz y Cáceres la nobleza debía controlar algo así como la cuarta parte de las tierras incluidas en el Registro”. Y continúa: “A finales de 1933, solamente había instalados 4.399 campesinos en 24.203 hectáreas. No había una sola provincia en la que se hubiese distribuido una extensión suficiente de tierras como para alterar significativamente la estructura social agraria existente. El Estado se había apropiado de 20.133 hectáreas más, propiedad de los participantes en el levantamiento de Sanjurjo, por la ley de 24 de agosto de 1932, pero en ellas se asentaron incluso menos colonos”.
d) Los derechos democráticos. Las promesas de poner fin a todo el entramado de leyes reaccionarias heredadas del régimen monárquico, y garantizar de libertad de expresión, de reunión y de huelga habían sido fundamentales para ganar el apoyo de las masas del campo y la ciudad a la causa republicana. Pronto se vio no obstante, que el gobierno republicano-socialista no estaba dispuesto a llevar adelante, en lo referido a las libertades públicas, ninguna política audaz. El derecho a huelga se siguió rigiendo por la ley de 1909 y tan sólo se modificó parcialmente con el decreto del 27 de noviembre de 1931. Aún así, este decreto limitaba seriamente el derecho a la huelga al establecer que los Jurados Mixtos, que sustituían a los comités paritarios creados por la Dictadura, fueran encargados de intentar la conciliación antes de que se declarase una huelga. Fue un arma legal para reprimir a los sindicatos más combativos, especialmente a los encuadrados en la CNT, aunque también se utilizó contra las huelgas campesinas lideradas por los sectores cada vez más radicalizados de la FNTT (Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra de la UGT).
Ante el incremento de la
conflictividad laboral y las ocupaciones de tierras, el gobierno aprobó, el 21
de octubre de 1931, la Ley de defensa de la República que incluía la prohibición
de promover huelgas políticas y todas aquellas que no hubieran seguido el
procedimiento del arbitraje. Bajo el paraguas de esta ley, y alentados por el
gobierno de conjunción, los mandos de la Guardia Civil se emplearon a fondo en
el asesinato de cientos de campesinos y trabajadores. Posteriormente, esta ley
sería utilizada por la derecha durante el bienio negro para reprimir con saña
al movimiento revolucionario de octubre de 1934.
e) En cuanto a la cuestión nacional y las colonias, el gobierno de coalición republicano-socialista concedió a Catalunya una autonomía muy restringida, pero se negó el estatuto de autonomía a Euskadi con el pretexto de no fomentar el nacionalismo vasco, cuyo carácter reaccionario y clerical era evidente. Obviamente, la posición gubernamental ante la cuestión nacional reflejaba, una vez más, las cesiones al nacionalismo español, y no evitó que el PNV recurriera a un discurso demagógico para aumentar su influencia. Por otra parte, el gobierno republicano-socialista siguió gobernando Marruecos como antes había hecho la monarquía: como una potencia colonialista.
El gobierno republicano-socialista frente al movimiento obrero.
La incapacidad de los líderes republicanos y socialistas para satisfacer las demandas de tierra, empleo y buenos salarios —incompatibles con el mantenimiento de las relaciones capitalistas de propiedad—, y sus continuas concesiones a los poderes fácticos, se tradujeron en un constante y violento enfrentamiento con el proletariado urbano y el movimiento jornalero. Para las masas que habían protagonizado el movimiento revolucionario que derrocó a la monarquía, el advenimiento de la República tenía que significar una solución a sus terribles condiciones de vida. La represión tuvo escenarios sangrientos: Castillblanco, Arnedo, Castellar de Santiago, Casas Viejas, Espera, Yeste... en todos ellos los guardias de asalto y la guardia civil fueron utilizados, por orden gubernamental, para defender la propiedad terrateniente asesinando a decenas de campesinos. Por otra parte, las huelgas obreras en los dos primeros años de régimen republicano fueron acompañadas de una profunda desilusión política de las masas. Las esperanzas depositadas en la República, la confianza en que los ministros socialistas realizarían reformas progresivas, que las medidas del gobierno abrirían nuevos horizontes para la vida de millones de personas, se convirtieron en frustración, rabia y luchas de gran envergadura. Las huelgas generales se extendieron: Pasajes, entre los mineros asturianos, en Málaga, Sevilla, Granada, en la Telefónica… y una gran mayoría terminaron como en el campo: con decenas de trabajadores muertos.
La deriva represiva del gobierno
de conjunción era el resultado inevitable de sus posiciones políticas y su
negativa a depurar el aparato del Estado. En palabras de Julián Casanova:
“Utilizaron los mismos mecanismos de represión que los de la Monarquía y no
rompieron ‘la relación directa existente entre la militarización del orden
público y politización de sectores militares’. El poder militar siguió ocupando
una buena parte de los órganos de administración civil del Estado, desde las
jefaturas de policía, Guardia Civil y de Asalto, hasta la Dirección General de
Seguridad, pasando incluso por algunos gobiernos civiles. Sanjurjo, Mola,
Cabanellas, Muñoz Grandes, Queipo de Llano o Franco, protagonistas del golpe de
Estado de 1936, constituyen buenas muestras de esa conexión en los años
treinta, como lo habían sido Pavía y Martínez Campos en 1873. La subordinación
y entrega del orden público al poder militar comenzó desde la misma
proclamación de la República. El 16 de abril llegaba Cabanellas a Sevilla para
ponerse al mando de la Capitanía General de la 2ª Región Militar y declaró el
estado de guerra. Mantenido inicialmente durante casi dos meses, sirvió para
clausurar todos los centros obreros de la CNT, dirigidos, según declaraba el
general en un Bando del 22 de mayo, ‘por una minoría de audaces e
indocumentados, muchos de ellos antiguos pistoleros, profesionales de la
revuelta y del desorden, que en la época de dictadura fueron modelo de
mansedumbre y contención’ (...) Ese tono despreciativo y amenazante con los
sindicalistas y socialistas era muy típico de los militares encargados de
dirigir la represión de los conflictos sociales”.
Cuando el presidente de la
República disolvió las Cortes y fueron convocadas nuevas elecciones para
noviembre de 1933, la reacción de derechas había reconquistado una parte
importante del terreno perdido el 14 de abril, especialmente entre las capas
medias urbanas y sectores atrasados del campesinado. En este contexto, la
reacción agazapada ante los primeros empujes de las masas empezó a levantar cabeza,
como demostró el intento de golpe de Estado de Sanjurjo en agosto de 1932.
Entre la burguesía española empezaba a tomar fuerza una salida política similar
a la que se estaba desarrollando en Alemania. El peligro del fascismo se
concretaba.
La lucha contra la amenaza
fascista.-
Con una diferencia de varias decenas de miles de votos a su favor, los radicales de derechas de Lerroux junto a la CEDA de Gil Robles se hicieron con la mayoría en el Parlamento. A partir de ese momento la burguesía realizó una amplia labor contrarrevolucionaria endureciendo la legislación laboral, aumentando la represión contra las organizaciones obreras, especialmente contra la CNT y la UGT, y enfrentando militar y policialmente el movimiento huelguístico. El poder de los terratenientes se fortaleció. En definitiva, la burguesía impulsó todo tipo de medidas, basándose en su mayoría en el parlamento, con el fin de imponer una salida fascista, siguiendo los pasos del triunfo de Hitler en 1933 y de Dolffuss en 1934. Pero la tensión de los acontecimientos obraba también en otra dirección: acelerando la radicalización de las masas y de sus organizaciones. La escisión de la CNT entre treintistas y faistas y el giro de las organizaciones socialistas con el surgimiento de la izquierda socialista liderada por Largo Caballero, con una gran influencia en la UGT, especialmente en su federación campesina, y en las Juventudes Socialistas, eran la prueba más acabada de este proceso. La reacción del movimiento obrero ante el peligro fascista no se hico esperar: la formación de las Alianzas Obreras, un intento de frente único proletario, constituyó un ejemplo inédito en la Europa de los años treinta. La amenaza de la entrada de dirigentes cedistas al gobierno de Lerroux desató la insurrección proletaria de octubre de 1934. Sin el levantamiento revolucionario del proletariado asturiano, muy probablemente se hubiera culminado con éxito la imposición de un Estado de corte fascista utilizando la maquinaria del parlamentarismo burgués.
La represión contra la Comuna
asturiana a manos de los futuros jefes militares del golpe del 18 de julio fue
terrible. Cerca de dos mil muertos en los combates, cientos de fusilados, miles
de detenidos y torturados, a los que sumar decenas de miles de trabajadores
represaliados y despedidos de sus trabajos. Las organizaciones obreras tuvieron
que pasar a la clandestinidad, mientras que la burguesía acabó por sacar las
lecciones últimas de los acontecimientos. Octubre del 34 demostró que no era
posible acabar con el movimiento de las masas a través de la represión “legal”
que las leyes republicanas permitían. Se necesitaba aplastar a las
organizaciones y su capacidad de resistencia. Era necesario imponer el terror
blanco hasta sus últimas consecuencias.
De nuevo la colaboración de clases.-
Tras el fracaso de la derecha para estabilizar su gobierno, las cortes fueron disueltas y se convocaron elecciones para el 16 de febrero de 1936. Los dirigentes reformistas del PSOE y de la UGT, especialmente Indalecio Prieto y Julián Besteiro, conectaron inmediatamente con las propuestas de los líderes del PCE para conformar un Frente Popular de cara a las elecciones de febrero. Las nuevas directrices políticas de Stalin eran claras: supeditar la acción revolucionaria del proletariado a la defensa de la legalidad republicana, o lo que es lo mismo, a la defensa de la democracia burguesa, tal como Dimitrov había concretado en el VI Congreso de la Internacional Comunista. Este nuevo giro de la política estalinista representaba una ruptura decisiva con los principios de la política leninista sobre la revolución socialista y su lucha contra la política de colaboración de clases. Los estalinistas sancionaban con su política una vergonzosa regresión a los viejos esquemas del reformismo socialdemócrata. Pero una cosa eran los esquemas políticos de los dirigentes estalinistas y otra muy diferente la realidad tozuda de la lucha de clases. Como habían demostrado los ejemplos de Alemania y Austria, el fascismo que veía llegar su turno precisamente porque los mecanismos de la “democracia parlamentaria” no eran suficientes para garantizar el poder y los beneficios de la clase capitalista, solo podía ser derrotado con los métodos y la estrategia de la revolución socialista.
El programa del Frente Popular
aunque recogía reivindicaciones democráticas fundamentales, como la amnistía y
la readmisión de los despedidos tras la insurrección del 34, ataba de pies y
manos a la clase obrera. Los partidos republicanos rechazaron expresamente
cualquier mención a la nacionalización de la tierra y su entrega a los
campesinos y, por supuesto, a la nacionalización de la banca y el control
obrero en la industria. También se negaron a establecer el subsidio de paro
solicitado por los partidos de izquierda. En definitiva, se reeditaban los
presupuestos políticos que habían guiado la acción del gobierno de conjunción
republicano socialista del primer bienio, y que habían asfaltado el camino para
que la CEDA triunfase.
Todavía hoy se justifica la
política del Frente Popular en la necesidad de evitar que las capas medias
giraran hacia la reacción. Semejante argumento es una cortina de humo que
impide comprender la auténtica naturaleza de la lucha de clases en esos
momentos. No había terreno para salidas intermedias. O la clase obrera se hacía
con el poder político, expropiando el conjunto de la propiedad capitalista, o
el capital movilizaría sus reservas sociales y militares para aplastar durante
décadas a los trabajadores y sus organizaciones. En su artículo Adónde va Francia,
escrito en octubre de 1934, Trotsky analiza este fenómeno en detalle: “...Los
pequeños burgueses desesperados ven en el fascismo, ante todo, una fuerza
combativa contra el gran capital, y creen que el fascismo, a diferencia de los
partidos obreros que trabajan solamente con la lengua, utilizará los puños para
imponer más ‘justicia’. (...) Es falso, tres veces falso, afirmar que en la
actualidad la pequeña burguesía no se dirige a los partidos obreros porque teme
a las ‘medidas extremas’. Por el contrario: la capa inferior de la pequeña
burguesía, sus grandes masas no ven en los partidos obreros más que máquinas
parlamentarias, no creen en su fuerza, no los creen capaces de luchar, no creen
que esta vez estén dispuestos a llegar hasta el final (…) Para atraer a su lado
a la pequeña burguesía, el proletariado debe ganar su confianza (…) necesita
tener un programa de acción claro y estar dispuesto a luchar por el poder por
todos los medios posibles…”.
La necesidad de una dirección revolucionaria.-
A pesar de todos los obstáculos, el Frente Popular (FP) fue apoyado entusiastamente por los trabajadores en cada rincón del país, no tanto por el contenido de su programa, sino porque con su victoria podrían lograr con rapidez sus aspiraciones más inmediatas. Sin embargo, no todos los componentes del FP veían el futuro de la misma manera: “Con toda mi alma”, hablaba confidencialmente Manuel Azaña el 14 de febrero a Ossorio y Gallardo, “quisiera una votación lucidísima, pero de ninguna manera ganar las elecciones. De todas las soluciones que se pueden esperar, la del triunfo es la que más me aterra”. Pero el triunfo de las listas del FP fue tan arrollador que muchos líderes reaccionarios como Lerroux o Romanones perdieron su acta de diputado. No obstante, como ocurriera en las elecciones de junio de 1931, sorprende que de los 257 diputados del Frente Popular 162 tuvieran filiación republicana. Los partidos obreros cedieron a los republicanos burgueses un protagonismo en las listas que nunca merecieron. En cualquier caso, el proceso de la revolución socialista encontró en las elecciones de febrero de 1936 un cauce poderoso para expresarse.
Aprendiendo de las lecciones del
bienio republicano-socialista, las masas no aguardaron a la acción
“legislativa” del parlamento o del gobierno para imponer sus puntos de vista. A
través de la acción directa revolucionaria asaltaron las cárceles y liberaron a
los presos. Entre febrero y julio de 1936 se organizaron más de 113 huelgas
generales y 228 huelgas parciales en las ciudades y pueblos de toda España. En
las ciudades, los comités de acción UGT-CNT ocupaban fábricas y empresas y
lograban imponer a los burgueses la readmisión de los despedidos. La situación
en el campo se desbordó: “Los campesinos pasaron rápidamente a la acción”,
escribe Manuel Tuñón de Lara, “(...) En las provincias de Toledo, Salamanca,
Madrid, Sevilla, etc., ocuparon grandes fincas desde los primeros días de marzo
y se pusieron a trabajarlas bajo la dirección de sus organizaciones sindicales.
Una vez que ocupaban las tierras, lo comunicaban al Ministerio de Agricultura
para que legalizase su situación. Este movimiento culminó el 25 de marzo con la
ocupación de fincas realizada al mismo tiempo por ochenta mil campesinos en las
provincias de Bajadoz y Cáceres...”.
La situación revolucionaria
maduraba con rapidez. De manera clara, el doble poder empezaba a emerger: por
una parte, el poder institucional de la república burguesa, cada vez más
impotente en la tarea de frenar la lucha de las masas, era abandonado
crecientemente por los sectores decisivos de la clase dominante que se
preparaban para un golpe militar fascista. Por otro, el tremendo poder del
proletariado y el campesinado, que empujaba a sus organizaciones hacia una
salida revolucionaria y que tenía su exponente más radical en la izquierda
caballerista del PSOE, la UGT y las JJSS, y en las organizaciones
anarcosindicalistas.
Las condiciones objetivas para el triunfo de la revolución social estaban plenamente maduras; pero el factor subjetivo, es decir, el de una dirección revolucionaria consecuente, todavía no. Si el PSOE o el PCE hubieran tenido una política marxista, auténticamente socialista, basada en un programa revolucionario que plantease abiertamente la toma del poder; si los dirigentes obreros hubiesen defendido la nacionalización de las fábricas y la banca bajo control democrático de los trabajadores; la expropiación de los terratenientes y la entrega de la tierra a los campesinos para su explotación; la formación de consejos de obreros y campesinos para ejercer el control y la democracia política; el derecho de autodeterminación para las nacionalidades históricas y la independencia para las colonias (especialmente Marruecos)... En definitiva, si hubieran defendido un programa como el de Lenin y los bolcheviques en 1917, habrían encontrado el respaldo unánime de la clase obrera y de los jornaleros, de la mayoría aplastante de la población, conjurando la amenaza del fascismo.
Las condiciones objetivas para el triunfo de la revolución social estaban plenamente maduras; pero el factor subjetivo, es decir, el de una dirección revolucionaria consecuente, todavía no. Si el PSOE o el PCE hubieran tenido una política marxista, auténticamente socialista, basada en un programa revolucionario que plantease abiertamente la toma del poder; si los dirigentes obreros hubiesen defendido la nacionalización de las fábricas y la banca bajo control democrático de los trabajadores; la expropiación de los terratenientes y la entrega de la tierra a los campesinos para su explotación; la formación de consejos de obreros y campesinos para ejercer el control y la democracia política; el derecho de autodeterminación para las nacionalidades históricas y la independencia para las colonias (especialmente Marruecos)... En definitiva, si hubieran defendido un programa como el de Lenin y los bolcheviques en 1917, habrían encontrado el respaldo unánime de la clase obrera y de los jornaleros, de la mayoría aplastante de la población, conjurando la amenaza del fascismo.
Revolución y contrarrevolución.-
Cuando Azaña fue elegido presidente de la República y una mayoría de miembros de los partidos republicanos coaligados en el Frente Popular coparon las carteras ministeriales, el objetivo de estos fue restablecer el “equilibrio” capitalista en medio de una situación extrema de polarización social y política. Rearmando a los guardias de asalto y dando instrucciones concretas a la guardia civil, el gobierno Azaña intentó impedir a toda costa la revolución: no dudó en reprimir el movimiento de las masas y logró que las cárceles, vacías de presos políticos tras las primeras jornadas de febrero, fueran llenándose con militantes sindicalistas y anarquistas.
Mientras, la burguesía ya había
decidido la partitura que interpretaría. Pocos días después de la formación del
gobierno y con Franco ya destinado a la división militar de Canarias, se
celebró una reunión a la que asistieron él mismo, los generales Mola, Orgaz,
Varela, González Carrasco, Rodríguez del Barrio y el teniente coronel Valentín
Galarza, para acordar los planes del alzamiento. Todo este movimiento de sables
que contaba con el respaldo de la burguesía, no permanecía secreto dentro de
las paredes de las casas de oficiales y cuartos de bandera. Eran constantes los
rumores y las informaciones que revelaban la existencia de estos planes. ¿Qué
hizo la República, presidida por el “progresista” Azaña para conjurar esta
amenaza? Nada, absolutamente nada. Azaña destinó al general Mola a Pamplona,
donde el 14 de marzo se hizo cargo del gobierno militar y del mando de la 12
Brigada de Infantería. ¡Así era como defendían la “legalidad democrática” los
republicanos burgueses, ascendiendo, mimando y favoreciendo a los militares
golpistas!
Los preparativos militares en los
cuarteles se combinaban con las acciones terroristas de las bandas fascistas de
la Falange, especializadas en asesinar obreros y atacar los locales de los
partidos y los sindicalistas de izquierda. Finalmente, el 17 de julio la
Guarnición de Marruecos se levantó en armas y el resto de las guarniciones
militares telegrafiadas por Franco prepararon todos los operativos. Aunque el
gobierno republicano tenía un conocimiento exhaustivo del levantamiento
militar, se negó en redondo a tomar ninguna medida para evitar su extensión:
durante 48 horas dejaron todo el terreno libre a los golpistas, sin movilizar
las fuerzas leales del ejército ni impartir una sola orden, mientras se negaban
a armar al pueblo.
Lo que siguió fue la lucha
heroica del proletariado y los campesinos pobres contra las fuerzas de la
contrarrevolución. La derrota de los golpistas en Madrid, Barcelona, Valencia,
Bilbao, Gijón, etc., gracias a la resistencia armada de los obreros y
campesinos anarquistas, socialistas, comunistas, poumistas, que desoyeron los
consejos traicioneros del gobierno republicano y pasaron por encima de la
política paralizante de sus direcciones, abrió una nueva etapa: los obreros en
armas incautaron la propiedad de los capitalistas; se hicieron con el control
de las fábricas, ocuparon la tierra y las colectivizaron; derogaron los
gobiernos municipales republicanos y establecieron sus propios comités.
Organizaron la limpieza de los viejos órganos del poder burgués, sustituyeron
los tribunales de la justicia burguesa por otros integrados por representantes
de las organizaciones proletarias; acabaron con la policía republicana que fue
reemplazada por las Patrullas de Control formadas por milicianos armados que
velaban por el mantenimiento del nuevo orden revolucionario. Se organizó el
poder militar de la clase obrera sobre la base de las milicias... En
definitiva, de las ruinas de la democracia burguesa surgió el embrión de un
nuevo poder obrero y socialista, empujado por el golpe militar.
En los tres años siguientes de
guerra y revolución, el proletariado y los campesinos que habían demostrado un
instinto revolucionario y un heroísmo sin parangón en los campos de batalla, no
dispusieron de una organización capaz de completar con éxito lo que habían
logrado conquistar el 19 de julio. Carecieron de un partido bolchevique como en
Rusia durante octubre de 1917. Los dirigentes reformistas de la izquierda,
encabezados por el estalinismo, se esforzaron con todos los medios a su alcance
por eliminar las realizaciones revolucionarias de las primeras semanas. Bajo la
consigna de la “defensa de la República”, y con la llave del suministro de
armas que Stalin utilizó apropiadamente para sus fines, los gobiernos del
Frente Popular reestablecieron el viejo aparato del Estado burgués en
territorio republicano. Con el pretexto de conseguir el apoyo de las potencias
“democráticas”, de Francia y Gran Bretaña, que por otra parte habían ideado la
traicionera política de la no intervención, se eliminó cualquier rastro de la
revolución: las colectivizaciones, el control obrero de la industria, y las
milicias obreras, que fueron obligadas a integrarse en un ejército centralizado
que no era un ejército rojo para luchar por el socialismo con una política
internacionalista, sino un ejército regular cuyo mando peleaba en defensa de la
república burguesa. De esta manera se arruinaron todas las posibilidades de una
victoria militar. Al cabo de tres años, la contrarrevolución fascista no sólo
suprimió la República, asesinó a cientos de miles de los mejores luchadores de
la clase obrera y aniquiló sus organizaciones, estableciendo las bases para una
dictadura sangrienta.
Las lecciones de la II República deben ser estudiadas con atención por parte de la nueva generación de jóvenes y trabajadores que abrazan las ideas del socialismo. De ellas se desprende una conclusión inequívoca: sólo hay una República por la que merezca la pena luchar ¡¡La República Socialista de los trabajadores¡¡(…)
(*) Extracto del libro
“Revolución Socialista y Guerra Civil (1931-39)
Autor: J.I. Ramos.
Revista:
Marxismo Hoy nº 3 La Revolución Española.
Editorial: Fundación de Estudios
Socialistas Federico Engels
Los interesados en su adquisición pueden
dirigirse a
http://www.fundacionfedericoengels.org
e-Mail: contactar@fundacionfedericoengels.org
MARAVILLOSO ARTICULO, uno de los mejores que he tenido el honor de poder leer. GRACCIAS PEPE.
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