Mañana se cumplen los 32 años en elque un grupo de franquistas intentaron hacer retroceder
la rueda de la historia hacia la guerra civil. Reproducimos el trabajo
histórico publicado hace unos años, para que nos sirva de reflexión,
dado que como dijo el clásico” los pueblos que no aprenden de su
historia están condenados a repetirla”.
“Se cumple el anversario del intento de golpe de Estado del
23 de febrero de 1981. Al igual que el 3 de marzo de 1976, cuando la
policía asesinó a cinco obreros en Vitoria, o la "Semana de Enero" de
1977, que culminó con el asesinato de cinco abogados laboralistas de
CCOO y del PCE a manos de la ultraderecha
el 23-F ha quedado gravado en la memoria popular como uno de los
acontecimientos más destacados de la llamada "Transición democrática".
Pero mientras que los dos primeros, reflejando el pulso ascendente de la
lucha de la clase obrera en los primeros meses y años a la muerte del
dictador, estuvieron a punto de desencadenar un proceso revolucionario
abierto en el Estado español –sólo evitado por el papel de freno
ejercido por las direcciones del PCE y del PSOE–, el 23-F, en cambio,
dejó asomar el peligro de la contrarrevolución, una amenaza mortal para
las libertades democráticas recién conquistadas por la clase trabajadora
de nuestro país.
Hoy, veinte años después, gran parte de la
trama golpista continúa sin salir a la luz. Los medios de comunicación
de la burguesía, los militares y guardias civiles implicados, los
políticos burgueses y, lo que es peor aún, los dirigentes obreros del
PSOE y del PCE de entonces, se han puesto de acuerdo para tejer una
tupida y oscura cortina en torno a este asunto que, como mínimo, pone en
cuestión el papel del Estado burgués y, muy particularmente, el que
jugaron en aquellos momentos los cuerpos represivos (ejército, Guardia
Civil, policía y servicios secretos), así como el papel de la monarquía
como salvadora de la democracia.
El ambiente social en vísperas del golpe.-
Cinco
años después de la muerte de Franco, el ambiente social había
experimentado un cambio profundo respecto al que se vivía sólo unos años
antes. En los años 76 y 77 se respiraba un ambiente prerrevolucionario
en todos los rincones de la sociedad. Por eso, todas las energías de la
burguesía, desde la caída de la dictadura, habían estado encaminadas
hacia la utilización de los dirigentes obreros para salvar al
capitalismo español y restaurar poco a poco su control sobre la
sociedad. Los efectos de esta política por parte de las direcciones
obreras tuvieron efectos dramáticos, frustrando las aspiraciones de la
clase obrera que buscaba un cambio profundo de la sociedad. Desde la
caída de la dictadura, los trabajadores, las mujeres y la juventud
habían confiado completamente en sus dirigentes. A regañadientes, dieron
por buena toda la política de "consensos, de apretarse el cinturón, de
hacer sacrificios para salvar la democracia", en la esperanza de que
todos estos esfuerzos sirvieran para algo, para garantizar una vida
digna para sus familias y una esperanza en un futuro mejor.
La
crisis económica que se cernió sobre los países capitalistas en aquellos
años, empeoró aún más la situación. El fenómeno del paro masivo (un 20%
entonces), desconocido apenas unos años antes, cogió desprevenidos a
los trabajadores y actuó como un látigo sobre su conciencia. La
inflación (un 16%) se comía los salarios, y cada lucha, la mayoría de
las veces, era derrotada.
Todas estas experiencias tuvieron un
efecto dramático. Al igual que entraron, centenares de miles de obreros,
mujeres y jóvenes se fueron apartando de la lucha política y sindical,
cansados y desorientados. La afiliación política y sindical cayó en
picado. Aquéllos fueron años de un profundo reflujo en la actividad
política y sindical de las masas, una época de "semirreacción" a todos
los niveles de la sociedad.
La debilidad del gobierno de UCD.-
El
gobierno de UCD (Unión de Centro Democrático), una amalgama de
grupúsculos burgueses, carecía de mayoría absoluta en el Parlamento. La
dramática situación económica exigía medidas drásticas para salvaguardar
los intereses de los capitalistas, pero Suárez (presidente del
Gobierno) comprendía que un intento de lanzarse a un ataque frontal
contra las condiciones de vida de las masas podría tener consecuencias
imprevisibles. Por esta razón tenía que estar recurriendo constantemente
a una política de parches que no satisfacía a nadie, ni a la clase
obrera ni, por supuesto, a la burguesía.
La impotencia del Gobierno de Suárez en el terreno económico provocó un creciente malestar en el seno de la clase dominante.
A
la crisis económica, que engendraba todo tipo de tensiones sociales,
había que añadir la úlcera permanente de la cuestión nacional, sobre
todo en Euskadi. Los militares hacían llegar su descontento al gobierno
por la amenaza de una descomposición del Estado español. El aumento de
los atentados de ETA, cuyas acciones se cebaban en los militares,
policías y guardias civiles ayudaban objetivamente a dar argumentos a la
reacción sobre la necesidad de un gobierno fuerte para acabar con el
terrorismo.
Al mismo tiempo que la actividad etarra, aquellos
años vieron la venenosa irrupción del terrorismo de las bandas
fascistas, alimentadas por sectores del aparato del Estado y del sector
más abyecto y desesperado de la burguesía. Al menos varias decenas de
trabajadores, jóvenes y miembros de la izquierda abertzale cayeron a
manos de estas hienas del gran capital. El preso de ETA Arregui murió
después de las salvajes torturas a que fue sometido por la policía.
También fueron numerosas las palizas y agresiones recibidas por decenas
de jóvenes y trabajadores a manos de estos matones, compuestos en su
mayoría por hijos de militares y fascistas, policías, guardias civiles y
lúmpenes. Decenas de locales obreros fueron atacados e incendiados.
La
represión policial aumentaba en todas partes. Varios trabajadores y
jóvenes fueron también asesinados a manos de la policía y la Guardia
Civil en manifestaciones o en plena calle.
Los dirigentes
obreros, lejos de llamar a la movilización de masas para aplastar a las
bandas fascistas, tarea que hubiera sido relativamente fácil, hacían
"llamamientos a la tranquilidad, a "no dejarse provocar", etc., lo que
envalentonaba aún más a estos grupos y a la represión policial.
Toda esta situación fue la auténtica causa de la crisis permanente de UCD y del gobierno Suárez durante esos años.
Las conspiraciones golpistas y la dimisión de Suárez.-
Esta
situación de callejón sin salida en la que, por un lado, la lucha de
los trabajadores no desembocaba en ningún desenlace definitivo o estaba
semiparalizada y, por otro lado, la burguesía era incapaz de asegurar el
orden en la sociedad y mostraba constantemente su debilidad, creaba una
situación de desgobierno e inestabilidad, situación que se profundizó,
sobre todo, a comienzos de 1981.
Quien mejor expresaba esta situación
era la casta de oficiales del Ejército y la Guardia Civil, así como los
mandos de la policía. Estos estaban compuestos, en su gran mayoría, por
elementos claramente reaccionarios y fascistas, que odiaban a muerte a
la clase obrera y a sus organizaciones. El ejército, y por medio de él
la casta de oficiales, representa el brazo armado de la burguesía. Pero
cuando ésta da síntomas de incapacidad para asegurar la estabilidad del
sistema, los oficiales se sienten llamados "a poner orden y salvar a la
patria, ante la incapacidad de los políticos".
En España, a
diferencia de los países de nuestro entorno, el aparato del Estado había
adquirido una cierta independencia en su actuación durante el
franquismo con respecto a la burguesía, lo que demostraba la debilidad
de esta última. Y no siempre los intereses de aquél respondían a los que
convenían a la burguesía en cada momento. El problema es que la
burguesía no podía prescindir de este aparato porque lo necesitaba
intacto para mantener a raya a la clase obrera ante cualquier
eventualidad.
La casta de oficiales del ejército, la policía y la
Guardia Civil, así como los altos representantes de la judicatura eran
los mismos que estaban durante la dictadura. El aparato del Estado jamás
fue purgado de elementos fascistas y reaccionarios y, lo que es más
vergonzoso, en ningún momento los dirigentes del PSOE y del PCE
exigieron su depuración.
Por eso toda la Transición fue un
hervidero de conspiraciones y rumores golpistas. Ya en el 78, dos altos
mandos de la Guerdia Civil y del Ejército, Tejero (posteriormente, uno
de los cabecillas del golpe del 23-F) y Sáenz de Ynestrillas, fueron
descubiertos cuando planificaban un golpe de Estado, al que llamaron
Operación Galaxia. El aspecto más importante de esta operación fue la
gran cantidad de oficiales que sabían todo con respecto a la
conspiración y que, sin embargo, no dijeron nada a las autoridades. La
escandalosa puesta en libertad de estos dos conspiradores meses más
tarde no hizo sino animarles a seguir en esta misma línea.
Realmente,
la burguesía era la menos interesada en aquellos primeros años, después
de caída la dictadura, en un golpe de Estado, pues sabía muy bien que,
tarde o temprano, podría desembocar en una explosión revolucionaria de
las masas.
Paradójicamente, los dirigentes de los partidos
obreros no hacían otra cosa que intentar asustar continuamente a las
masas con "el peligro de la involución y del golpismo" si los
trabajadores iban demasiado lejos en sus luchas. Todo ello, para
justificar su nefasta política de colaboración de clases con la
burguesía.
Sin embargo, la situación se hacía cada vez más tensa a
principios de 1981. El agotamiento y la impopularidad del centro se
acrecentaba cada día más. El aislamiento de Suárez en el seno de la UCD y
el desprecio que suscitaba en los sectores decisivos de la burguesía y
del aparato del Estado es lo que le llevó a dimitir a principios de
febrero. En una encuesta realizada por la revista Cambio 16 en aquellos
días, un 59% de los encuestados estaba de acuerdo con la dimisión y un
26% pensaba que tenía que haber dimitido antes ¡Nada menos que un 85% de
la población estaba en contra del dirigente de UCD en el momento de su
dimisión! Resulta por tanto, esperpéntico y bochornoso que en estos
momentos se intente reescribir la historia alabando a Suárez y a la UCD,
cuando ambos abandonaron la escena de la historia odiados y
despreciados por millones de trabajadores y jóvenes.
Es en este
contexto cuando se produce el intento de golpe de Estado más serio de
todos las proyectados durante la Transición, el golpe del 23 de febrero
de 1981.
El golpe del 23-F y las causas de su fracaso.-
Mientras
se estaba votando la elección de Calvo Sotelo como nuevo presidente del
Gobierno de la UCD, en sustitución de Suárez, unos doscientos guardias
civiles, dirigidos por Tejero, ocuparon el Congreso de los Diputados a
punta de metralleta. Al mismo tiempo, el general Milans del Bosch sacaba
los tanques a la calle en Valencia, asumiendo el control de la ciudad, y
prohibiendo los partidos y sindicatos obreros.
No cabe ninguna
duda de que los principales jefes militares y los servicios secretos del
CESID estaban al tanto de los preparativos del golpe, incluyendo al
círculo íntimo del Rey, en la persona del general Armada, uno de los
estrategas del golpe, acérrimo monárquico y tutor de Juan Carlos en su
juventud, y candidato en aquellos días a presidir la Junta de Jefes del
Estado Mayor del ejército. Recientemente, el ministro de Defensa de la
época, Oliart, reconocía en una entrevista en El País, que al menos
4.000 militares, policías y guardias civiles participaron directa o
indirectamente en el golpe. ¿Cómo se puede explicar que una conspiración
de tal magnitud pasara desapercibida para el Gobierno y sus servicios
secretos?
De hecho, la actitud ambigua del Rey en las primeras
horas del golpe alimentó la idea del apoyo real a los golpistas entre un
sector del ejército que no sabía si sumarse o no. No deja de ser
sorprendente que, mientras que Tejero entró en el Congreso a las 6,20 de
la tarde, Juan Carlos no saliera públicamente en televisión
pronunciándose contra el golpe ¡hasta pasadas las 12 de la noche! Ahora
muchos intentan justificar la actitud del Rey afirmando que la
Televisión permaneció ocupada por los militares hasta última horas de
aquella tarde-noche, pero se olvidan de añadir convenientemente que el
Palacio de la Zarzuela (residencia del monarca) dispone de su propia
infraestructura autónoma de emisión por televisión, precisamente ideada
para este tipo de situaciones excepcionales.
La chispa que
aceleró el golpe, probablemente, fue la repentina dimisión de Suárez
(los golpistas pensaban utilizar como justificación la incapacidad de
Suárez y la necesidad de deponerlo de sus funciones), aunque tambien
influyeron las investigaciones del caso Arregui, que implicaban el
peligro de una depuración de la policía. En base al fermento en las
dependencias de la policía y la crisis del gobierno, los golpistas
adelantaron sus planes para el día 23 de febrero.
La intención de
Armada y Milans del Bosch era la de presentar al rey un hecho
consumado. Los elementos vacilantes del ejército se unirían al golpe una
vez que el rey declarase su apoyo. La participación clave de Bosch y
Armada, ambos conocidos monárquicos y amigos de Juan Carlos,
garantizarían al apoyo del rey.
El grado de conocimiento que el
rey habría tenido del golpe es difícil de saber. Pero es impensable que
no sabía nada del asunto. Como mínimo, está claro que ya había habido
discusiones en la camarilla del rey sobre la posibilidad de una
intervención del monarca y del ejército para "salvar a la patria" en un
momento decisivo.
Probablemente Armada y Bosch estaban engañados
por el comportamiento ambiguo del rey, que compartiría todas sus
opiniones sobre la situación de desorden del país. Según un artículo del
periódico inglés The Times publicado el 12 de febrero de 1981, es
decir, once días antes del golpe, el rey había mandado a los miembros de
su camarilla preparar hacía meses un estudio de precedentes
constitucionales europeos, con el fin de ver cómo se podía desempeñar el
papel de árbitro estipulado en el artículo 62 de la Constitución.
La
idea de un gobierno fuerte como alternativa a la situación que vivía el
país, había sido estudiada durante meses. Es posible que Juan Carlos,
inicialmente, expresase su interés en esta idea. Lo cierto es que, tanto
Milans del Bosch como Armada, estaban convencidos de que el rey iba a
apoyar la formación de un gobierno militar. La total confianza de los
golpistas, en cada momento de su operación, indicaba que Tejero también
estaba convencido del apoyo real.
Hubo claros indicios de que
Armada estaba en contacto con Juan Carlos en la tarde del día 23.
Noticias de una entrevista misteriosa entre el rey y Armada, alrededor
de las cuatro de la tarde, aparecieron en la prensa burguesa. Aunque el
contenido preciso de la reunión nunca ha sido aclarado, parece ser que
fue en este punto cuando el rey decidió no sumarse a la conspiración.
Así, en el momento de la verdad, Juan Carlos vaciló y se opuso al golpe.
Privados de la necesaria cobertura legal, en la forma de apoyo del rey,
los golpistas entraron en crisis. Las Capitanías generales de Sevilla,
Zaragoza y Valladolid no se sumaron al golpe, como se había previsto.
Armada intentó echarse para atrás, pero ya era tarde y el golpe se
abortó en pocas horas.
Estos acontecimientos de-muestran que la
monarquía, independientemente de las características individuales de
Juan Carlos, no es una broma, sino un poder.
No cabe duda de que Juan
Carlos actuó de una forma bastante inteligente. Si se hubiese sumado al
golpe, o simplemente mantenido en silencio, esto hubiera significado el
fin de la monarquía, después de la inevitable reacción de las masas de
la clase trabajadora contra el mismo. Paradójicamente, la monarquía
salió fortalecida del fracaso del mismo.
Así pues, si el golpe
fracasó, no fue debido a las convicciones democráticas de Juan Carlos,
sino porque los sectores decisivos de la burguesía comprendieron que era
prematuro, y se corría el riesgo de provocar un enfrentamiento con la
clase trabajadora que resultaría muy peligroso para la burguesía y, por
esa razón, movilizaron todos sus resortes durante las 6 horas que
mediaron desde el asalto al Parlamento hasta la aparición del rey por
televisión para poner fin a la aventura.
Frente a las figuras
esperpénticas, como Tejero y otros, entre los organizadores del golpe
existía un consenso para organizar un gobierno de carácter bonapartista,
similar a la dictadura de Primo de Rivera de 1923, con la inclusión en
el mismo de militares y civiles. Uno de los hechos más escandalosos del
asunto fue la filtración posterior de una entrevista, celebrada días
antes del golpe, entre Armada, Enrique Múgica y Raventós (dirigentes del
PSOE entonces) donde, al parecer, se valoró la necesidad de un Gobierno
fuerte, con la participación militar y la inclusión de miembros de UCD y
el PSOE en el mismo, para "salvar el país". Esto demostraba lo lejos
que había llegado la degeneración de determinados miembros de la
dirección del partido, su pérdida de horizonte político y su
identificación con el Estado burgués, al prestarse a este tipo de
enjuagues que podrían haber tenido dramáticas consecuencias para la
clase obrera y sus organizaciones. Posiblemente estos socialdemócratas
miopes imaginaban seriamente que la mejor forma de evitar un golpe de
estado era metiendo a los militares en el gobierno.
Aunque la
clase obrera fue cogida por sorpresa por el golpe, algunos núcleos de la
misma, guiados por un certero instinto de clase, llegaron a la
conclusión, ese mismo día, de la necesidad de las armas para defenderse
de los golpistas. Esto sucedió en algunos pueblos jornaleros de
Andalucía, como Badolatosa, Lebrija, Maracena, Chauchina y otros, donde
se organizaron partidas de vigilancia en los accesos del pueblo,
mientras que los vecinos se intercambiaban escopetas de caza y
cartuchos, y entre sectores de los mineros asturianos. A pesar de la
confusión y de que las máximos dirigentes sindicales no dieron ni una
sola consigna, durante esa tarde-noche, hubo paros y asambleas en
decenas de empresas (en Gijón, Avilés, Santander, Álava, Sevilla,
Navarra, Barcelona y Madrid) y en Cataluña CCOO tenía previsto convocar
la huelga general al día siguiente del golpe.
Las manifestaciones
que recorrieron todo el país el día 26 de febrero, convocadas
formalmente por todos las partidos para protestar contra el intento de
golpe, pero cuyo contingente fundamental estaba formada por trabajadores
y sus familias, fueron las más multitudinarias de toda la historia. Más
de tres millones de personas participaron en las mismas. Madrid, con un
millón y medio, y Barcelona, con medio millón, fueron las más
numerosas.
El juicio del 23-F.-
El juicio del 23-F, que
duró varios meses, dejó claro que la justicia militar, con la
complicidad del gobierno, no pretendió jamás ir hasta el fondo del
asunto. Sólo fueron condenados a penas significativas los cabecillas:
Armada, Milans y Tejero, los cuales diez años más tarde ya estaban en
libertad o yendo sólo a dormir a la cárcel. Las decenas de implicados,
militares y civiles, fueron condenados a penas simbólicas o absueltos.
La
actitud tranquilizadora de los dirigentes, negándose a movilizar a la
clase trabajadora y a la juventud con cada asesinato y tortura de los
cuerpos represivos y de los fascistas, no hacía más que envalentonar a
estos últimos y a los elementos claramente reaccionarios de la casta
militar.
Así, varios meses después, cien oficiales del ejército y
la Guardia Civil publicaron un manifiesto donde manifestaban su
"comprensión" a los golpistas y se pronunciaban contra la
democratización del ejército y a favor de la "autonomía con respecto al
poder político". La única respuesta de Calvo Sotelo fue catorce días de
arresto domiciliario para unos pocos.
Como una muestra más de las
continuas provocaciones de la ultraderecha y de la casta militar, el 23
de mayo un grupo de fascistas, compuesto por guardias civiles y
lúmpenes, asaltaron la sede del Banco Central en Barcelona tomando más
de un centenar de rehenes y exigiendo la libertad de los detenidos en
relación al 23-F. Nunca se quiso aclarar la auténtica identidad de los
asaltantes, que quedaron en libertad en su mayoría después de ser
detenidos por los GEO.
Las conspiraciones golpistas no acabaron
el 23-F. En plena campaña electoral, poco antes de octubre de 1982, fue
descubierta otra conspiración para dar un golpe de Estado el día antes
de las elecciones del 28 de octubre. Obviamente, todas estas
conspiraciones fueron abortadas por la burguesía por las mismas razones
por la que abortaron el 23-F: el miedo a una respuesta revolucionaria de
la clase obrera que, a pesar del reflujo aparente en el movimiento
obrero, no olvidaba los cuarenta años de dictadura franquista.
La
experiencia del 23-F destila numerosas enseñanzas para la clase obrera y
sus organizaciones. El hecho de que una sola persona, el rey Juan
Carlos, tenga consagrado por la Constitución la jefatura y la obediencia
personal de los mandos del ejército, es algo que debe de llenar de
preocupación a todos los activistas del movimiento obrero. El que la
burguesía abortara aquel golpe de Estado, porque no era el momento, no
significa que no intente recurrir a él en otras circunstancias donde vea
amenazada su existencia y sus privilegios. Mientras que un puñado de
cien familias ricas siga controlando el poder y la riqueza de este país,
como ocurre ahora, nunca estaremos a salvo de conspiraciones golpistas.
Sólo un gobierno compuesto por los partidos de la clase obrera sería
capaz de llevar a cabo una depuración de los órganos del Estado,
nacionalizando la Banca y las industrias claves del país, sin
indemnización y bajo el control democrático de los trabajadores, para
impedir que los grandes capitalistas puedan utilizar sus recursos
fabulosos contra la mayoría del pueblo que somos la clase
trabajadora.(...)
Revista Marxismo Hoy Nº 9. “La Transición”. ¿Qué ocurrió realmente”. (Fragmento).
Editada por la Fundación Federico Engels.
(Si estás interesado en su adquisición consulta en: http://www.fundacionfedericoengels.org/
22 de febrero de 2013
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