(…/…Continuación parte 2) (Ver parte 1 en día de ayer).
Las relaciones Iglesia-Estado.
La cuestión de la
financiación estatal de las actividades de la Iglesia católica y los límites al
monopolio clerical de la educación fueron una prueba de fuego para el gobierno.
Haciendo honor a su extracción de clase, Alcalá Zamora, futuro presidente de la
República, y Miguel Maura, ministro de Gobernación, ambos reconocidos
reaccionarios y antiguos ministros de Alfonso XIII, presentaron su dimisión en
señal de protesta durante la redacción de la nueva constitución republicana que
pretendía poner coto, muy tímidamente, al poder eclesiástico.
La enseñanza
constituyó otro gran frente de batalla con la Iglesia. El mantenimiento del
monopolio eclesiástico de la educación había arrojado un saldo de atraso e
ignorancia: en 1931 la tasa de analfabetismo del país superaba el 40%. En la
primera semana de mayo de 1931, el gobierno de conjunción suprimió la
obligatoriedad de la enseñanza de la religión.
A finales de ese mismo
mes, para luchar contra el analfabetismo, se puso en marcha el proyecto
cultural de las misiones pedagógicas. Pero la estrella de las reformas fue el
ambicioso decreto del 23 de junio de 1931, que aprobó la creación de 7.000
nuevas plazas de maestro y otras tantas nuevas escuelas, como parte de un plan
quinquenal con el que se pretendía paliar el déficit educativo repartiendo más
de 27.000 escuelas por toda la geografía. Sin embargo, todos estos proyectos
quedaron muy cercenados.
La construcción de las
miles de escuelas prevista en el primer bienio sólo se llevó a cabo
parcialmente debido a la escasez de recursos de las arcas municipales y al
boicot de los caciques de siempre. Posteriormente, el gobierno derechista del
bienio negro arrinconó definitivamente estos planes, permitiendo de nuevo a la
jerarquía católica disfrutar de un amplio control sobre el sistema educativo y
anulando cualquier medida reformista contra su poder económico.
En cualquier caso,
muchos de los avances educativos del periodo republicano fueron el resultado
del esfuerzo abnegado de las organizaciones obreras y de sus militantes más
comprometidos. Los ateneos libertarios, las casas del pueblo o las misiones
pedagógicas se convirtieron en importantes centros de cultura en miles de
localidades.
La reforma agraria.
La Ley aprobada
finalmente en 1932, después de constantes concesiones a los terratenientes y a
los partidos de la derecha en el parlamento, establecía un Instituto de Reforma
Agraria encargado de realizar el censo de tierras sujetas a expropiación
mediante el pago de indemnización; pero este sistema tenía por base la
“declaración” hecha por los grandes propietarios agrarios.
Los créditos para esta
reforma agraria procederían del Banco Agrario Nacional con un capital inicial
de 50 millones de pesetas, pero su administración no dependía de los jornaleros
ni sus organizaciones, sino de representantes del Banco de España, el Banco
Hipotecario, del Cuerpo Superior Bancario, del Banco Exterior de España, es
decir del gran capital financiero ligado a los terratenientes.
El proyecto, además,
obviaba el problema de los arrendamientos, que esclavizaba a los pequeños
campesinos a las tierras del amo en Castilla la Vieja, Extremadura y otras
zonas. La reforma agraria del gobierno Azaña fue un fiasco en toda regla. “En
1933, ciento veinte años después de que las Cortes de Cádiz aprobasen las
primeras leyes desamortizadoras —escribe Edward Malefakis— la aristocracia
continuaba siendo una importante clase terrateniente. Sus propiedades que en su
mayor parte eran cultivables (...) representaban más de medio millón de
hectáreas en las seis provincias latifundistas estudiadas (Badajoz, Cáceres,
Cádiz, Córdoba, Sevilla y Toledo) (...) La nobleza poseía de una sexta a una
octava parte de toda la tierra incluida en el Registro de Badajoz, Córdoba y
Sevilla. En Cádiz y Cáceres la nobleza debía controlar algo así como la cuarta
parte de las tierras incluidas en el Registro”. Y continúa: “A finales de 1933,
solamente había instalados 4.399 campesinos en 24.203 hectáreas. No había una
sola provincia en la que se hubiese distribuido una extensión suficiente de
tierras como para alterar significativamente la estructura social agraria
existente. El Estado se había apropiado de 20.133 hectáreas más, propiedad de
los participantes en el levantamiento de Sanjurjo, por la ley de 24 de agosto
de 1932, pero en ellas se asentaron incluso menos colonos”.
Los derechos democráticos.
Las promesas de poner
fin a todo el entramado de leyes reaccionarias heredadas del régimen
monárquico, y garantizar de libertad de expresión, de reunión y de huelga
habían sido fundamentales para ganar el apoyo de las masas del campo y la
ciudad a la causa republicana. Pronto se vio no obstante, que el gobierno
republicano-socialista no estaba dispuesto a llevar adelante, en lo referido a
las libertades públicas, ninguna política audaz.
El derecho a huelga se
siguió rigiendo por la ley de 1909 y tan sólo se modificó parcialmente con el
decreto del 27 de noviembre de 1931. Aún así, este decreto limitaba seriamente
el derecho a la huelga al establecer que los Jurados Mixtos, que sustituían a
los comités paritarios creados por la Dictadura, fueran encargados de intentar
la conciliación antes de que se declarase una huelga. Fue un arma legal para
reprimir a los sindicatos más combativos, especialmente a los encuadrados en la
CNT, aunque también se utilizó contra las huelgas campesinas lideradas por los
sectores cada vez más radicalizados de la FNTT (Federación Nacional de
Trabajadores de la Tierra de la UGT).
Ante el incremento de
la conflictividad laboral y las ocupaciones de tierras, el gobierno aprobó, el
21 de octubre de 1931, la Ley de defensa de la República que incluía la
prohibición de promover huelgas políticas y todas aquellas que no hubieran
seguido el procedimiento del arbitraje. Bajo el paraguas de esta ley, y
alentados por el gobierno de conjunción, los mandos de la Guardia Civil se
emplearon a fondo en el asesinato de cientos de campesinos y trabajadores.
Posteriormente, esta ley sería utilizada por la derecha durante el bienio negro
para reprimir con saña al movimiento revolucionario de octubre de 1934.
La cuestión nacional.
En cuanto a la cuestión nacional y las colonias, el gobierno de coalición republicano-socialista concedió a Catalunya una autonomía muy restringida, pero se negó el estatuto de autonomía a Euskadi con el pretexto de no fomentar el nacionalismo vasco, cuyo carácter reaccionario y clerical era evidente. Obviamente, la posición gubernamental ante la cuestión nacional reflejaba, una vez más, las cesiones al nacionalismo español, y no evitó que el PNV recurriera a un discurso demagógico para aumentar su influencia. Por otra parte, el gobierno republicano-socialista siguió gobernando Marruecos como antes había hecho la monarquía: como una potencia colonialista.
El gobierno republicano-socialista frente al movimiento obrero.
La incapacidad de los líderes republicanos y socialistas para satisfacer las demandas de tierra, empleo y buenos salarios —incompatibles con el mantenimiento de las relaciones capitalistas de propiedad—, y sus continuas concesiones a los poderes fácticos, se tradujeron en un constante y violento enfrentamiento con el proletariado urbano y el movimiento jornalero. Para las masas que habían protagonizado el movimiento revolucionario que derrocó a la monarquía, el advenimiento de la República tenía que significar una solución a sus terribles condiciones de vida.
La represión tuvo escenarios
sangrientos: Castillblanco, Arnedo, Castellar de Santiago, Casas Viejas,
Espera, Yeste... en todos ellos los guardias de asalto y la guardia civil
fueron utilizados, por orden gubernamental, para defender la propiedad
terrateniente asesinando a decenas de campesinos. Por otra parte, las huelgas
obreras en los dos primeros años de régimen republicano fueron acompañadas de
una profunda desilusión política de las masas.
Las esperanzas depositadas en la
República, la confianza en que los ministros socialistas realizarían reformas
progresivas, que las medidas del gobierno abrirían nuevos horizontes para la
vida de millones de personas, se convirtieron en frustración, rabia y luchas de
gran envergadura. Las huelgas generales se extendieron: Pasajes, entre los
mineros asturianos, en Málaga, Sevilla, Granada, en la Telefónica… y una gran
mayoría terminaron como en el campo: con decenas de trabajadores muertos.
La deriva represiva del gobierno de
conjunción era el resultado inevitable de sus posiciones políticas y su
negativa a depurar el aparato del Estado. En palabras de Julián Casanova:
“Utilizaron los mismos mecanismos de represión que los de la Monarquía y no
rompieron ‘la relación directa existente entre la militarización del orden
público y politización de sectores militares’.
El poder militar siguió ocupando una
buena parte de los órganos de administración civil del Estado, desde las
jefaturas de policía, Guardia Civil y de Asalto, hasta la Dirección General de
Seguridad, pasando incluso por algunos gobiernos civiles. Sanjurjo, Mola,
Cabanellas, Muñoz Grandes, Queipo de Llano o Franco, protagonistas del golpe de
Estado de 1936, constituyen buenas muestras de esa conexión en los años
treinta, como lo habían sido Pavía y Martínez Campos en 1873. La subordinación
y entrega del orden público al poder militar comenzó desde la misma
proclamación de la República. El 16 de abril llegaba Cabanellas a Sevilla para
ponerse al mando de la Capitanía General de la 2ª Región Militar y declaró el
estado de guerra. Mantenido inicialmente durante casi dos meses, sirvió para
clausurar todos los centros obreros de la CNT, dirigidos, según declaraba el
general en un Bando del 22 de mayo, ‘por una minoría de audaces e
indocumentados, muchos de ellos antiguos pistoleros, profesionales de la
revuelta y del desorden, que en la época de dictadura fueron modelo de
mansedumbre y contención’ (...) Ese tono despreciativo y amenazante con los
sindicalistas y socialistas era muy típico de los militares encargados de
dirigir la represión de los conflictos sociales”.
Cuando el presidente de la República
disolvió las Cortes y fueron convocadas nuevas elecciones para noviembre de
1933, la reacción de derechas había reconquistado una parte importante del
terreno perdido el 14 de abril, especialmente entre las capas medias urbanas y
sectores atrasados del campesinado. En este contexto, la reacción agazapada
ante los primeros empujes de las masas empezó a levantar cabeza, como demostró
el intento de golpe de Estado de Sanjurjo en agosto de 1932. Entre la burguesía
española empezaba a tomar fuerza una salida política similar a la que se estaba
desarrollando en Alemania. El peligro del fascismo se concretaba.
La lucha contra la amenaza fascista.-
Con una diferencia de varias decenas de miles de votos a su favor, los radicales de derechas de Lerroux junto a la CEDA de Gil Robles se hicieron con la mayoría en el Parlamento. A partir de ese momento la burguesía realizó una amplia labor contrarrevolucionaria endureciendo la legislación laboral, aumentando la represión contra las organizaciones obreras, especialmente contra la CNT y la UGT, y enfrentando militar y policialmente el movimiento huelguístico.
El poder de los terratenientes se
fortaleció. En definitiva, la burguesía impulsó todo tipo de medidas, basándose
en su mayoría en el parlamento, con el fin de imponer una salida fascista,
siguiendo los pasos del triunfo de Hitler en 1933 y de Dolffuss en 1934. Pero
la tensión de los acontecimientos obraba también en otra dirección: acelerando
la radicalización de las masas y de sus organizaciones. La escisión de la CNT
entre treintistas y faistas y el giro de las organizaciones socialistas con el
surgimiento de la izquierda socialista liderada por Largo Caballero, con una
gran influencia en la UGT, especialmente en su federación campesina, y en las Juventudes
Socialistas, eran la prueba más acabada de este proceso.
La reacción del movimiento obrero ante
el peligro fascista no se hizo esperar: la formación de las Alianzas Obreras,
un intento de frente único proletario, constituyó un ejemplo inédito en la
Europa de los años treinta. La amenaza de la entrada de dirigentes cedistas al
gobierno de Lerroux desató la insurrección proletaria de octubre de 1934. Sin
el levantamiento revolucionario del proletariado asturiano, muy probablemente
se hubiera culminado con éxito la imposición de un Estado de corte fascista
utilizando la maquinaria del parlamentarismo burgués (…).
(…/…Continuará mañana con parte 3
final).
(*) Extracto del libro “Revolución
Socialista y Guerra Civil (1931-39)
Autor: J.I. Ramos. Revista:
Marxismo Hoy nº 3 La Revolución Española. .Editorial: Fundación de Estudios
Socialistas Federico Engels.
https://www.fundacionfedericoengels.net
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