Hace mucho tiempo que en los congresos del PSOE no se
discute en torno a la viabilidad del proyecto socialdemócrata, a su capacidad o
incapacidad de atraer a la gran mayoría de la población. La deliberación sobre
ideas y proyectos fue sustituida por la búsqueda de liderazgos que nos
condujeran al gobierno. Desde que Felipe González dejó de ser secretario
general (1997), el PSOE se centró sobre todo en encontrar, cuanto antes, un
líder nacional que hiciese real el apotegma: “somos un partido de gobierno”. De tanto poner énfasis en conquistar gobierno soslayamos la
tarea política primordial de un partido: definir y delimitar el ideario del campo
socialista para, de esa manera, fomentar un sentimiento de pertenencia que
fuera más allá de los intereses territoriales de cada una de las federaciones
que integran el partido. Es decir, se sobrepusieron las aspiraciones
territoriales –y algunas veces, las estrictamente locales, para mayor carga de
inconsistencia– en debates que deberían haber tenido un sentido
transfronterizo, hasta llegar al extremo de adoptar decisiones “verticales” en
virtud de los intereses de cada una de las regiones y de sus respectivas “baronías”. Cobró cuerpo la verticalidad y perdió la
horizontalidad en los posicionamientos políticos. La oligarquización en la toma
de decisiones sustituyó a la democracia deliberativa y, con ello, la vida
interna del partido fue volviéndose cada vez más líquida o, si se quiere, más
silenciosa compensada, la mayoría de las veces, por la acumulación de cargos
institucionales a nivel local y regional. Así pues, el debate ideológico llegó
a convertirse en un actor secundario y la escena crucial la protagonizó la
elección de quién sería cabeza de cartel en el siguiente concurso electoral.
Lo importante, recargar la batería ideológica y abonar el
terreno de las emociones para que la sequía del desencanto no agudizara la sensación
de irrelevancia, enmudeció a favor de la incorporación de un modelo
presidencialista o cesarista que acabaría por laminar cualquier intento de
fortalecer la democracia interna. Lamentablemente, el procedimiento de
primarias no ha coadyuvado a extender la democracia deliberativa en los órganos
de toma de decisión ni tampoco ha servido para integrar a las minorías discrepantes
en las distintas ejecutivas y en las instituciones. Por el contrario, las
primarias han sido utilizadas para afianzar el modelo bonapartista y zafar al
líder de turno de debates trascendentales a costa de renunciar al sentido
último de la socialdemocracia. Quede claro, no estamos en contra de las
primarias. Estamos en contra de legitimar las primarias como un proceso en el
que “el que gana lo gana todo y el que pierde lo pierde todo”. El sentido de las primarias no puede ser el de
sacralizar al líder y convertir a la militancia en monaguillos. No basta con
decir “un militante, un voto”; es necesario pero
insuficiente para democratizar realmente al partido. Hace falta establecer
mecanismos que garanticen mayores cotas de inclusión en las distintas esferas
de la vida orgánica e institucional del partido. En anteriores
artículos publicados en infoLibre, expusimos algunas propuestas para evitar los
efectos perniciosos del sistema de primarias.
Las preguntas que subyacen aquí son: ¿por qué los ciudadanos
ya no conectan con nosotros?, ¿por qué el PSOE ha dejado de ser visto como
partido impulsor de los cambios sociales?, ¿por qué el PSOE ha perdido el tono
vital hasta el punto de ser percibido como una fuerza complementaria del
sistema? Hay quienes, con poca memoria, sitúan el momento del gran desapego en
el final de la legislatura de José Luis Rodríguez Zapatero. Es más, para la
denominada “vieja guardia”, para quienes prefirieron abandonar el marxismo y
deificar a Felipe González, la etapa de Rodríguez Zapatero es un “paréntesis”
en la historia del socialismo español. Una época, afirman, para olvidar. Puede
que esta lectura del pasado les reconforte pero no responde totalmente a la
realidad. El PSOE lleva desfondándose políticamente desde hace mucho tiempo
atrás.
Sin duda alguna, el primer trauma
postelectoral sobrevino cuando Felipe González perdió las elecciones en marzo
de 1996 y no pudo revalidar su mandato como presidente de gobierno. Se perdió
por poco, es cierto (el PP obtuvo 9.716.006 votos mientras que el PSOE
9.425.678 votos). Con todo lo que había ocurrido desde 1993 a 1996 apenas hubo
una diferencia de 290.328 votos. Quizá ese hecho, haber perdido por tan poco,
facilitó que no se debatieran en profundidad las causas del declive socialista
y que en el decisivo XXXIV Congreso Federal (junio de
1997), en el que González anunció que no optaría a la secretaría general con el
fin de propiciar la renovación del partido y, de paso, arrastrar a Alfonso
Guerra a abandonar la ejecutiva, no se trataran las razones de peso por las
cuales el PSOE se había desplomado en las urnas y dejado de ser el partido de
referencia para amplias capas de la población.
Tres eran los temas que estaban en el tapete
y que, por desgracia, la sucesión del liderazgo de Felipe González los evaporó
por completo: lo relativo a la tensión entre Estado de Derecho y razón de
Estado, lo que incumbe a la economía social de corte socialdemócrata frente a
prácticas económicas socialliberales y lo referente al modelo de organización
del partido.
1 1.- La zona
oscura: razón de Estado.-
Frente al terrorismo de ETA fueron
apareciendo distintos grupos ilegales que pretendían combatir con las armas
aquella organización criminal: los Guerrilleros de Cristo Rey, el Batallón
Vasco Español, la Triple A y los Grupos Armados de Liberación (GAL). Todos
estos grupos armados tuvieron algún tipo de permisividad, consentimiento o
complicidad por parte de algunos altos servidores del Estado.
Su existencia ponía en entredicho los propios
principios básicos y fundamentales del Estado de Derecho. Por entonces, se
hablaba de las “cloacas” del Estado dando a entender que son inevitables y que no hay
Estado de Derecho sin esa “zona oscura” del uso de la violencia ilegítima. No
obstante, en lo que nos afecta, no debemos eludir la pregunta: ¿por qué con el
tema de los GAL se adoptó una actitud abstencionista de dejar hacer, dejar
pasar? Desde una óptica de izquierda la pregunta que se nos impone es qué se
hizo para transformar determinadas estructuras del Estado. No podíamos ni
podemos justificar que en el aparato represor del Estado no se hubiera limpiado
a tiempo el lastre dejado por la herencia del franquismo, ni tampoco que la
democracia haya entrado tan tarde en una de las zonas más sensibles del aparato
estatal. No puede haber razón de Estado ni patriotismo de partido para
justificar la existencia de hábitos perversos, tramas políticopoliciales heredadas
de la dictadura en los cuerpos de seguridad del Estado.
El aplazamiento casi indefinido de la reforma
de las fuerzas de seguridad del Estado probablemente fue una de las razones que
contribuyeron a la derrota electoral.
2.- Sintonía
con las políticas neoliberales.-
Sobre la política económica de los gobiernos
de Felipe González cabe hacer una interpretación específica española frente al
resto de los países europeos. España tenía pendiente no sólo la incorporación a
la Unión Europea, sino también de manera especial la construcción de un Estado
de Bienestar. Ambas misiones se identificaron, en el sentir colectivo, como
logros de Felipe González. En efecto, suponían un claro avance en temas como la
universalización de la sanidad, la universalización de la educación hasta los dieciséis años, el acceso
generalizado a la universidad fomentado por una política de becas hasta
entonces desconocida, la implantación de las pensiones no contributivas, la
superación de una política de beneficencia por un pilar incipiente de servicios
sociales y un impulso muy importante en una red de infraestructuras públicas,
etc.
Unos cambios profundos en nuestro país que
tuvieron su principal reflejo en nuestros municipios. Los socialistas
gobernábamos en las principales ciudades de España y lo hacíamos acompañados de
un impulso ciudadano de cambio ante un hábitat muy desolador: había que superar
las ciudades o barrios “dormitorios”, carentes de todo tipo de servicios. Y no
hay duda de que las ciudades comenzaron a cambiar. Así nacían hospitales y
centros de salud, colegios y escuelas infantiles, universidades, viviendas públicas y rehabilitación de entornos
urbanos, complejos deportivos y culturales, etc. Una micro política que sin
duda contribuyó al bienestar social y que sedimentaba fuertes redes de
solidaridad a través de unos nuevos servicios sociales.
Pero, paradójicamente, serían estos logros y una cierta
autocomplacencia los que frenaron el verdadero debate que se cernía sobre el
auge de las políticas neoliberales en Europa. En el ámbito nacional, el
problema con que se enfrentó el gobierno socialista era cómo gestionar la
crisis económica de los años ochenta del siglo pasado, cuya característica
principal era la pérdida de rentabilidad del capital a largo plazo. Los efectos
de aquella crisis fueron: el decrecimiento de la inversión productiva, la
aparición del paro estructural, el desequilibrio entre consumo y producción y,
sobre todo, el nacimiento de la economía especulativa. Si queremos ser justos en la valoración, no perdamos de vista el contexto
internacional: la economía neoliberal se consolidó como paradigma dominante a
partir de los gobiernos de Reagan y Thatcher. Dichos parámetros neoliberales
tuvieron, en efecto, un claro influjo en la economía política española. Ecos de
estos planteamientos neoliberales fueron lo que en la segunda mitad de los
ochenta se propuso como “saneamiento económico”: la primacía del control de la
inflación sobre la creación de empleo, una política macroeconómica dirigida
hacia el control de la oferta monetaria y de los tipos de interés, una política
fiscal que favorecía a la renta del capital sobre la renta del trabajo y todo
ello se aderezaba con una retórica que elogiaba las virtudes del mercado. Fue
la época en la que imperó un uso funesto del concepto de “modernidad”: era
utilizado para convertir al mercado en el agente fundamental de la eficacia económica,
para eliminar las normas reguladoras de las relaciones laborales, para
justificar el abaratamiento del coste salarial y las cotizaciones empresariales
a la Seguridad Social, para promover la precarización del empleo con el
objetivo de ser competitivos, etc. Y en
paralelo se daba a entender que los sindicatos de clase eran una rémora para la
modernización y el progreso.
En este período también se produjo una gran concentración
de la riqueza, lo que por entonces se calificó “socialización de las pérdidas y privatización de los
beneficios”. Ni siquiera el más
sano de los “posibilismos” o “gradualismos” podía justificar la dualización
social que provocaba la aplicación de las premisas neoliberales. Y sostener que
aquella política económica era la única posible constituye un verdadero
desatino del pensamiento socialista, ya que implica reconocer explícitamente
que había y hay que salvar los privilegios de quienes se benefician del statu quo. Triste noticia: defender la estabilidad no es sino
defender el orden constituido. Y si ese orden es injusto, como ocurre en la
sociedad capitalista, significa renunciar a la justicia social. Estamos convencidos
de que la solución al desempleo no pasa necesariamente por la precarización del
trabajo, de que la única vía para incrementar la demanda no es el recorte
salarial y, en fin, de que el crecimiento económico es compatible con la
justicia social, es decir, con el reparto de la riqueza y de las oportunidades.
Para ello hubiera sido necesario que: 1) las grandes compañías transfiriesen
anualmente un porcentaje mínimo de sus beneficios a los fondos de los
asalariados, de tal manera que se hubiese garantizado el destino de los
excedentes hacia el empleo; 2) se incrementara la influencia de los
trabajadores en el proceso económico con el fin de avanzar hacia la economía
social de mercado; 3) que existiera una mayor proporcionalidad en la presión fiscal
entre el IRPF y el Impuesto de Sociedades; 4) interpretásemos en sus justos
términos el artículo 128 de nuestra Carta Magna: Toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea
cual fuere su titularidad está subordinada al interés general.
Es evidente que en materia económica se
habían adoptado medidas que nos alejaban extraordinariamente de las señas de identidad
de la socialdemocracia clásica. El caso más notorio fue la reforma del mercado
laboral de 1994, siendo catalogada por los sindicatos como auténtica
“contrarreforma”. No menos significativo fue que aquella ley contó con el
respaldo de la derecha y causó desconcierto en las bases sociales de izquierdas
y un profundo rechazo de los sindicatos. Paradójicamente, la ley se presentó como
un instrumento para la creación de empleo y no tan paradójicamente como un
mecanismo para flexibilizar la rigidez delmercado de trabajo. ¡¿Cuánto tiempo
llevamos con el mantra de la rigidez del mercado de trabajo?! Sin duda alguna, toda esta sintonía con las
políticas neoliberales incidió en el desgaste del gobierno socialista y ha
tenido efectos sociales y electorales negativos.
3.- El
precio de la cohesión interna.-
Uno de los rasgos inherentes del proyecto
socialista es la participación en la toma de decisiones y en los resultados
económicos, sociales y culturales. Entendemos como un derecho inalienable
intervenir en la toma de decisiones. Sin embargo, la situación del PSOE era a
todas luces preocupante: se había convertido en un instrumento devaluado ya que
la relación partidogobierno, desde 1982, daba sobradas pruebas de sumisión,
sucursalismo y seguidismo acrítico y acéfalo del partido respecto al gobierno.
En aquellos años regía la máxima “se gobierna desde la Moncloa y no desde
Ferraz”. Asimismo,
se aplicaba la tan manida “cohesión interna” como disolvente de la pluralidad.
Es decir, se confundía cohesión interna con amordazamiento de la disidencia,
con hacer de la disciplina un instrumento de control hasta el extremo de
convertir el partido en una marioneta movida por muy pocos hilos y, en el peor
de los casos, por uno solo. En la vida
interna del PSOE se tendía fragmentar el debate alrededor de las zonas de
influencia de los líderes regionales en vez de auspiciar el mismo en torno a posicionamientos
políticos e ideológicos globales. Es el momento en que aparecen con intensidad
las baronías territoriales como contrapeso a eso que se denominó “guerrismo”.
Iniciamos el camino hacia un modelo de partido y de debate que consagraba el
peso de cada federación, la fuerza de cada líder regional y, en consecuencia,
se iba territorializando el discurso hasta llegar a perder el sentido global
del pensamiento socialdemócrata. De forma que el discurso socialista ya no lo
vertebraban las distintas corrientes o alas de pensamiento sino que los
acuerdos o desacuerdos dependían de la región a la que se pertenecía y, por
consiguiente, de lo que mantuviera el líder regional de turno.
En concomitancia con lo anterior, las
Agrupaciones Locales fueron perdiendo entusiasmo, afán por el debate, y los
militantes redujeron su capacidad política a cotizar, a realizar tareas
puntuales en las campañas electorales y a apoyar pasivamente decisiones que no
le habían sido consultadas. Con esta dinámica de funcionamiento, lógicamente
los militantes carecían de recursos formativos para contrarrestar los ataques
dirigidos tanto por el neoconservadurismo como por el neoliberalismo contra el socialismo.
Esta falta de respuesta del partido también contribuyó a la pérdida progresiva
del voto entre la juventud y el respaldo social en las
poblaciones de más de cincuenta mil
habitantes.
4.- No solo
la corrupción.-
Es incuestionable que tanto los casos de
corrupción como la financiación ilegal fueron la causa primordial de la pérdida
de las elecciones. Pero, como decimos, sería erróneo atribuir tal pérdida sólo
a la corrupción. La apropiación indebida de fondos reservados y la
instrumentalización de la política como plataforma económica personal
contribuyeron a deteriorar aceleradamente nuestra credibilidad. Comenzó
a ser una broma de mal gusto hablar de “cien años de honradez”. Esas conductas delictivas e inmorales
minaron el ánimo de muchos militantes y también alcanzaron de lleno en nuestros
votantes y simpatizantes, pues desmoralizados perdieron la confianza en el
PSOE.
Como vemos, todas estas cuestiones estaban sobre la mesa
y eran ineludibles abordarlas y, sin embargo, en aquel XXXIV Congreso de 1997
de lo único que nos ocupamos fue de la sucesión del líder carismático. Para
colmo de males el “dedo” de Felipe González
impuso que su sucesor fuese Joaquín Almunia. La elección de Almunia
significaba, desde la perspectiva de los procedimientos, el triunfo de la
“dedocracia” sobre la democracia y, desde un punto de vista político, la victoria
del ala liberal del partido. Añadamos que nada de lo que hizo González en ese
Congreso fue censurado o criticado por el periódico de referencia de los progresistas
españoles; al contrario, su línea editorial era la pautaguía del proyecto
socialista. Ahora bien, ¿en qué centraron las causas de la derrota electoral
aquellos que se vivieron implicados en los gobiernos de Felipe González?
Podríamos hacer la pregunta de otra forma: ¿cómo se perciben a sí mismos
quienes vincularon su vida política al proyecto de Felipe González? Según
ellos, el derrumbe electoral se debía únicamente a dos causas: la corrupción y
el enfrentamiento con los sindicatos. Ello puede verse en el balance que hacen
de la época en el libro de María Antonia Iglesias, La memoria recuperada, Aguilar, Madrid, 2003. Ninguno de los próximos a Felipe
González puso el acento en la política neoliberal que venía practicando el
gobierno como causa de la desafección al proyecto socialista. El eje de la
política económica se resumía en la ecuación neoliberal: “menos regulación = más
modernización = más crecimiento y empleo”.
Contra ella se levantaron los sindicatos de izquierdas. Paradójicamente
corrobora dicho balance el exgobernador del Banco de España, Miguel Ángel
Fernández Ordóñez, al valorar dicha época: “Dentro de cincuenta años, cuando los historiadores describan
la política económica de los gobiernos de la democracia (UCD, PSOE y PP) no
apreciarán muchas diferencias entre la orientación de las mismas […] porque sus
elementos esenciales fueron los mismos: la apertura de la economía española,
las reformas estructurales para mejorar el funcionamiento de los mercados y las
políticas macroeconómicas ortodoxas. Cuando ahora, tan sólo siete años después
de que los socialistas hayan dejado el gobierno, se nos pide resaltar algunas
características de la política económica socialista, hay que sacar la lupa para
encontrar algunas diferencias con las políticas de UCD y del PP…” (escrito para el libro de María A. Iglesias, Op.cit.,
pág. 903) Atendamos: Fernández Ordóñez nos recomienda “sacar la lupa” si queremos ver diferencias económicas entre la derecha
y la izquierda. Quizá por esta razón Rodríguez Zapatero optó por él para que
fuera la máxima autoridad del Banco de España.
Hay más, si repasamos las distintas valoraciones que
hicieron de la huelga general del 14 D de 1988 quienes se vivieron
identificados con el proyecto felipista, observaremos que existe una
apreciación común sobre las causas de la misma: todo queda resuelto en un problema
personal y psicológico del líder de la UGT, Nicolás Redondo. Fue el exministro
de economía, Carlos Solchaga, quien mejor relató la supuesta patología
psicológica del líder sindical: “Donde, en el caso de González, destacaba la seguridad y
confianza en sí mismo; en el caso de Redondo brillaba su inseguridad personal y
su desconfianza hacia todo el mundo. Redondo no podía concebir el ejercicio del
liderazgo sin el uso de una autoridad con frecuencia brutal que pretendía
extender a todo el mundo: desde un secretario provincial de la UGT a un
ministro de la Nación. Si González era capaz (en el caso de que los tuviera) de
superar sus rencores personales en los debates internos, eran proverbiales los
odios africanos de Redondo (particularmente el que fue incubando contra el
propio Felipe González)” (C. Solchaga, El fin de la edad dorada, Taurus, 1997, pág. 146) A la saga de Solchaga van José María
Maravall, Javier Solana, Joaquín Almunia, Rosa Conde y una larga lista de eso
que se llamó “renovadores”. No se consideró lo que atinadamente señaló el
historiador Manuel Tuñón de Lara: que los sindicatos, si no se manifestaban contra la
deriva socioliberal de la socialdemocracia española, corrían el riesgo de
terminar por deslegitimar su propia figura de representantes efectivos de los
intereses obreros.
La simplificación de los renovadores no pudo ser más
estrambótica: todo el problema del PSOE se reducía a dos sujetos, Alfonso Guerra
y Nicolás Redondo. A partir de aquí, concluyeron que el declive del PSOE se
debía fundamentalmente a la corrupción y desligaron de las causas el haberse
abrazado alegremente al neoliberalismo económico. Es indudable que la infección
de la corrupción había corroído las entrañas del PSOE (caso Filesa, Juan
Guerra, Aida Álvarez, etc.), había anidado en el Banco de España (caso Mariano
Rubio, Gescartera, etc.), había inoculado en el Ministerio del Interior (caso
Mario Conde y Perote) y, lo que era más grave, había contaminado a las Fuerzas
de Seguridad del Estado (caso Roldán, Amedo, Domínguez, etc.). El panorama, no
nos engañemos, era pestilente. Los renovadores pusieron el ojo pura y
exclusivamente en la corrupción obviando las consecuencias del significativo
abandono de las políticas económicas propias de la socialdemocracia,
convencidos de que la adopción de los postulados neoliberales no produjo un
alejamiento significativo de la base social. Los socialistas españoles fueron
quienes realmente inauguraron la Tercera Vía aunque no tuvieron, como Tony
Blair, un teórico de referencia: Anthony Giddens. En España primero fue la
praxis, luego la teoría, esto es, la acomodación de las ideas a los hechos.
(Próximo artículo, Parte II).
_________________
Mario Salvatierra, miembro del comité federal del PSOE;
Enrique Cascallana, ex alcalde de Alcorcón y ex senador;
Juan Antonio Barrio, ex diputado nacional, y
José Quintana, ex alcalde de Fuenlabrada y actualmente
diputado en la Asamblea de Madrid.
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