El fascismo y el New Deal.-
Hoy día hay dos sistemas que rivalizan en el mundo para salvar al capital históricamente condenado a muerte: son el fascismo y el New Deal (Nuevo Pacto). El fascismo basa su programa en la demolición de las organizaciones obreras, en la destrucción de las reformas sociales y en el aniquilamiento completo de los derechos democráticos, con objeto de impedir la resurrección de la lucha de clases del proletariado. El Estado fascista legaliza oficialmente la degradación de los trabajadores y el empobrecimiento de las clases medias en nombre de la salvación de la "nación" y de la "raza", nombres presuntuosos para designar al capitalismo en decadencia.
La política del New Deal, que trata de salvar a la democracia imperialista por medio de regalos a los trabajadores y a la aristocracia rural, sólo es accesible en su gran amplitud a las naciones verdaderamente ricas, y en tal sentido es una política norteamericana por excelencia. El gobierno norteamericano ha tratado de obtener una parte de los gastos de esa política de los bolsillos de los monopolistas, exhortándoles a aumentar los salarios, a disminuir la jornada de trabajo, a aumentar la potencialidad de compra de la población y a extender la producción. León Blum intentó trasladar ese sermón a Francia, pero en vano. El capitalista francés, como el norteamericano, no produce por producir, sino para obtener beneficios. Se halla siempre dispuesto a limitar la producción, e inclusive a destruir los productos manufacturados, si como consecuencia de ello aumenta su parte en la renta nacional.
El programa del New Deal muestra su mayor inconsistencia en el hecho de que, mientras predica sermones a los magnates del capital sobre las ventajas de la abundancia sobre la escasez, el gobierno concede premios para reducir la producción. ¿Es posible una confusión mayor? El gobierno refuta a sus críticos con este desafío: ¿Podéis hacerlo mejor? Todo esto significa que en la base del capitalismo ya no hay esperanza alguna.
Desde 1933, es decir en el curso de los últimos seis años, el gobierno federal, los diversos estados y las municipalidades de los Estados Unidos han entregado a los desocupados cerca de 15.000 millones de dólares como ayuda, cantidad completamente insuficiente por sí misma y que sólo representa una pequeña parte de la pérdida de salarios, pero al mismo tiempo, teniendo en cuenta la renta nacional en decadencia, una cantidad colosal. Durante 1938, que fue un año de relativa reacción económica, la deuda nacional de los Estados Unidos aumentó en 2.000 millones de dólares, y como ya ascendía a 38.000 millones de dólares, llegó a ser superior en 12.000 millones de dólares a la mayor del final de la guerra. En 1939 pasó muy pronto de los 40.000 millones de dólares. ¿Y entonces, qué? La deuda nacional creciente es, por supuesto, una carga para la posteridad. Pero el mismo New Deal sólo era posible gracias a la tremenda riqueza acumulada por las pasadas generaciones. Únicamente una nación muy rica puede llevar a cabo una política económica tan extravagante. Pero ni siquiera esa nación puede seguir viviendo indefinidamente a expensas de las generaciones anteriores.
La política del New Deal, con sus éxitos ficticios y su aumento real de la deuda nacional, tiene que culminar necesariamente en una feroz reacción capitalista y en una explosión devastadora del capitalismo. En otras palabras, marcha por los mismos canales que la política del fascismo.
¿Anomalía o norma?.-
El Secretario del Interior de los Estados Unidos, Mr. Harold L. Ickes, considera como "una de las más extrañas anomalías en toda la historia" que los Estados Unidos, democráticos en la forma, sean autocráticos en sustancia: "América, la tierra de la mayoría fue dirigida, por lo menos hasta 1933 (!) por los monopolios, que a su vez son dirigidos por un pequeño número de accionistas". La diagnosis es correcta, con la excepción de la insinuación de que con el advenimiento de Roosevelt ha cesado o se ha debilitado el gobierno del monopolio. Sin embargo, lo que Ickes llama "una de las más extrañas anomalías de la historia" es en realidad la norma incuestionable del capitalismo. La dominación del débil por el fuerte, de los muchos por los pocos, de los trabajadores por los explotadores es una ley básica de la democracia burguesa. Lo que distingue a los Estados Unidos de los otros países es simplemente el mayor alcance y la mayor perversidad de las contradicciones de su capitalismo. La carencia de un pasado feudal, la riqueza de recursos naturales, un pueblo enérgico y emprendedor, todos los prerrequisitos que auguraban un desarrollo ininterrumpido de la democracia, han traído como consecuencia una concentración fantástica de la riqueza.
Con la promesa de emprender la lucha contra los monopolios hasta triunfar sobre ellos, Ickes se vuelve temerariamente hacia Thomas Jefferson, Andrew Jackson, Abraham Lincoln, Theodore Roosevelt y Woodrow Wilson como predecesores de Franklin D. Roosevelt. "Prácticamente todas nuestras más grandes figuras históricas —dijo el 30 de diciembre de 1937— son famosas por su lucha persistente y animosa para impedir la superconcentración de la riqueza y el poder en unas pocas manos". Pero de sus mismas palabras se deduce que el fruto de esa "lucha persistente y animosa" es el dominio completo de la democracia por la plutocracia.
Por alguna razón inexplicable Ickes piensa que la victoria está asegurada en la actualidad con tal de que el pueblo comprenda que la lucha no es "entre el New Deal y el término medio de los hombres de negocios cultos, sino entre el New Deal y los "Borbones" de las sesenta familias que han mantenido al resto de los hombres de negocios de los Estados Unidos bajo el terror de su dominio". Este orador autorizado no nos explica cómo se arreglaron los "Borbones" para subyugar a todos los hombres de negocios cultos a pesar de la democracia y de los esfuerzos de las "más grandes figuras históricas". Los Rockefeller, los Morgan, los Mellon, los Vanderbilt, los Guggenheim, los Ford y compañía no invadieron a los Estados Unidos desde afuera, como Córtes invadió México; nacieron orgánicamente del pueblo, o más precisamente de la clase de los "industriales y hombres de negocios cultos", y se convirtieron, de acuerdo con el pronóstico de Marx, en la cumbre natural del capitalismo. Desde el momento en que una democracia joven y fuerte en el apogeo de su vitalidad era incapaz de contener la concentración de la riqueza cuando el proceso se hallaba todavía en su comienzo, es imposible creer ni siquiera por un minuto que una democracia en decadencia sea capaz de debilitar los antagonismos de clase que han llegado a su límite máximo. De cualquier modo, la experiencia del New Deal no da pie para semejante optimismo. Al refutrar los cargos del gran comercio contra el gobierno, Robert H. Jackson, alto personaje de los círculos de la administración, demostró con cifras que durante el gobierno de Roosevelt los beneficios de los magnates del capital alcanzaron alturas con las que ellos mismos habían dejado de soñar durante el último período de la presidencia de Hoover, de lo cual se deduce en todo caso que la lucha de Roosevelt contra los monopolios no ha sido coronada con un éxito mayor que la de todos sus predecesores.
Traer de vuelta el pasado.-
No se puede menos que estar de acuerdo con el profesor Lewis W. Douglas, el primer Director de Presupuestos en la administración de Roosevelt, cuando condena al gobierno por "atacar el monopolio en un campo mientras fomenta el monopolio en otros muchos". Sin embargo, no puede ser de otra manera dada la naturaleza de las cosas. Según Marx, el gobierno es el comité ejecutivo de la clase gobernante. Hoy día los monopolistas constituyen la sección más poderosa de la clase gobernante. Ningún gobierno se halla en situación de luchar contra el monopolio en general, es decir contra la clase en cuyo nombre gobierna. Mientras ataca a una fase del monopolio se halla obligado a buscar un aliado en otras fases del monopolio. Unido con los bancos y con la industria ligera puede descargar golpes contra los trusts de la industria pesada, los cuales, entre paréntesis, no dejan de cosechar por ese motivo beneficios fantásticos.
Lewis Douglas no contrapone la ciencia al charlatanismo oficial, sino simplemente otra clase de charlatanismo. Ve la fuente del monopolio no en el capitalismo sino en el proteccionismo y, de acuerdo con eso, descubre la salvación de la sociedad no en la abolición de la propiedad privada de los medios de producción, sino en la rebaja de los derechos de aduana. "A menos que se restaure la libertad de los mercados —predice— es dudoso que la libertad de todas las instituciones (empresas, discursos, educación, religión) pueda sobrevivir". En otras palabras, sin el restablecimiento de la libertad del comercio internacional, la democracia, dondequiera y en cualquier extensión que haya sobrevivido, debe ceder a una dictadura revolucionaria o fascista. Pero la libertad del comercio internacional es inconcebible sin la libertad de comercio interno, es decir sin la competencia. Y la libertad de la competencia es inconcebible bajo el dominio del monopolio. Por desgracia, Mr. Douglas, lo mismo que Mr. Ickes, lo mismo que Mr. Jackson, no se ha molestado en darnos su receta contra el capitalismo monopolista y en consecuencia contra una revolución o un régimen totalitario.
La libertad de comercio, como la libertad de competencia, como la prosperidad de la clase media, pertenecen al pasado irrevocable. Traer de vuelta el pasado es ahora la única prescripción de los reformadores democráticos del capitalismo: traer de vuelta más "libertad" a los industriales y hombres de negocios pequeños y medianos, cambiar en su favor el sistema de crédito y de moneda, liberar el mercado del dominio de los trusts, eliminar a los especuladores profesionales de la Bolsa, restaurar la libertad del comercio internacional, y así por el estilo, ad infinitum. Los reformadores sueñan incluso con limitar el uso de las máquinas y decretar la proscripción de la técnica, que perturba el equilibrio social y causa muchas preocupaciones.
Los científicos y el marxismo.-
Hablando en defensa de la ciencia el 7 de diciembre de 1937, el doctor Robert A. Milikan, uno de los principales físicos norteamericanos, observó: "Las estadísticas de los Estados Unidos demuestran que el porcentaje de la población empleada ventajosamente ha aumentado constantemente durante los últimos cincuenta años, en los que la ciencia ha sido aplicada más rápidamente". Esta defensa del capitalismo bajo la apariencia de defender a la ciencia no puede llamarse afortunada.
Precisamente durante el último medio siglo es cuando se "ha roto el eslabón de los tiempos" y se ha alterado agudamente la relación entre la economía y la técnica. El período a que se refiere Milikan incluye el comienzo de la declinación capitalista así como la cumbre de la prosperidad capitalista. Ocultar el comienzo de esa declinación, que alcanza al mundo entero, es proceder como un apologista del capitalismo. Rechazando el socialismo de una manera improvisada con la ayuda de argumentos que apenas harían honor inclusive a Henry Ford, el doctor Milikan nos dice que ningún sistema de distribución puede satisfacer las necesidades del hombre sin aumentar la esfera de la producción. ¡Indudablemente! Pero es una lástima que el famoso físico no explique a los millones de norteamericanos desocupados cómo han de participar en el aumento de la fortuna nacional. La predicación abstracta sobre la virtud salvadora de la iniciativa individual y la alta productividad del trabajo, no podrá seguramente proporcionar empleos a los desocupados, no cubrirá el déficit del presupuesto, no sacará a los negocios de la nación del callejón sin salida.
Lo que distingue a Marx es la universalidad de su genio, su capacidad para comprender los fenómenos y los procesos de los diversos campos en su relación inherente. Sin ser un especialista en las ciencias naturales, fue uno de los primeros en apreciar la importancia de los grandes descubrimientos en ese terreno: por ejemplo, la teoría del darwinismo. Marx estaba seguro de esa preeminencia no tanto en virtud de su intelecto sino en virtud de su método. Los científicos de mentalidad burguesa pueden pensar que se hallan por encima del socialismo: sin embargo, el caso de Robert Milikan no es sino uno de los muchos que confirman que en la esfera de la sociología sigue habiendo charlatanes incurables.
Las posibilidades de produccion y la propiedad privada.-
En su mensaje al Congreso a comienzos de 1937, el presidente Roosevelt expresó su deseo de aumentar las rentas nacionales a 91.000 millones de dólares, sin indicar, sin embargo, cómo. Por sí mismo, ese programa era excesivamente modesto. En 1929, cuando había aproximadamente dos millones de desocupados, la renta nacional alcanzó a 81.000 millones de dólares. Poniendo en movimiento las actuales fuerzas productivas, no debiera bastar con realizar el programa de Roosevelt, sino que habría que superarlo considerablemente. Las máquinas, las materias primas, los trabajadores, todo es aprovechable, por no mencionar la necesidad que tiene la población de los productos. Si a pesar de ello el plan es irrealizable —y es irrealizable— la única razón es el conflicto irreconciliable que se ha desarrollado entre la propiedad capitalista y la necesidad de la sociedad de aumentar su producción. El famoso Examen Nacional de la Capacidad Productiva Potencial, patrocinado por el gobierno, llegó a la conclusión de que el costo de la producción y de los servicios utilizados en 1929 alcanzaba a casi 94.000 millones de dólares, calculados en base a los precios al por menor. No obstante, si fuesen utilizadas todas las verdaderas posibilidades productivas, esa cifra se hubiera elevado a 135.000 millones de dólares, es decir, que hubieran correspondido 4.370 dólares anuales a cada familia, lo suficiente para asegurar una vida decente y cómoda. El Examen Nacional se basa en la actual organización productora de los Estados Unidos tal como ha llegado a ser a consecuencia de la historia anárquica del capitalismo.
Si el propio equipo de trabajo fuese reequipado en base a un plan socialista unificado, los cálculos sobre la producción podrían ser superados considerablemente y se podría asegurar a todo el pueblo un nivel de vida alto y cómodo, en base a una jornada de trabajo extremadamente corta.
En consecuencia, para salvar a la sociedad no es necesario detener el desarrollo de la técnica, cerrar las fábricas, conceder premios a los agricultores para que saboteen la agricultura, empobrecer a un tercio de los trabajadores ni llamar a los maníacos para que hagan de dictadores. Ninguna de estas medidas, que constituyen una burla horrible para los intereses de la sociedad, es necesaria. Lo que es indispensable y urgente es separar los medios de producción de sus actuales propietarios parásitos y organizar la sociedad de acuerdo con un plan racional.
Entonces será realmente posible por primera vez curar a la sociedad de sus males. Todos los que sean capaces de trabajar deben encontrar un empleo. La jornada de trabajo debe disminuir gradualmente. Las necesidades de todos los miembros de la sociedad deben asegurar una satisfacción creciente.
Las palabras "pobreza", "crisis", "explotación", deben ser arrojadas de la circulación. La humanidad podrá cruzar finalmente el umbral de la verdadera humanidad.
(*) Revista Marxismo Hoy nº 8
(Fundación de Estudios Socialistas Federico Engels)
4 de agosto de 2009
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