25 de julio de 2022

EL ORIGEN DE LA VIDA. (Parte 1 de 6).

 


(A todas y todos nuestros lectores, sean de izquierdas, de centro o de derechas, sean creyentes, agnósticos o ateos, les DEDICAMOS E INVITAMOS a leer este trabajo de síntesis, donde se hace una introducción al debate  que trata sobre el apasionante tema del origen de la vida, esperando que tengan a bien dedicarle un tiempo en estos largos días de este verano que se nos presenta  muy caluroso, con el deseo de que se encuentren bien de salud para disfrutarlo).

 

INTRODUCCIÓN:

“La lucha del materialismo contra el idealismo y la religión en torno al apasionante y discutido problema del origen de la vida, nos plantea muchos interrogantes:

 ¿Qué es la vida?

¿Cuál es su origen?

¿Cómo han surgido los seres vivos que nos rodean? …

 

La respuesta a estas preguntas entraña uno de los problemas más grandes y difíciles de explicar que tienen planteado las Ciencias Naturales y los seres humanos. 

De ahí que, consciente o inconscientemente, toda persona, no importa cuál sea el nivel de su desarrollo, se plantea estas mismas preguntas y,  mal o bien, de una u otra forma, les dan una respuesta. He aquí, pues, que sin responder a estas preguntas no puede haber ninguna concepción del mundo, ni aun la más primitiva.

El problema que plantea el conocimiento del origen de la vida, viene desde tiempos inmemoriales, preocupando al pensamiento humano. No existe sistema filosófico ni pensador de merecido renombre que no haya dado a este problema la mayor atención. En las diferentes épocas y distintos niveles del desarrollo cultural, al problema del origen de la vida se aplicaban soluciones diversas, pero siempre se ha originado en torno a él una encarnizada lucha ideológica entre los dos campos filosóficos irreconciliables: el materialismo y el idealismo.

De ahí que, al observar la naturaleza que nos rodea, tratamos de dividirla en mundo de los seres vivos y mundo inanimado, o lo que es lo mismo, inorgánico. Sabido es que el mundo de los seres vivos está representado por una enorme variedad de especies animales y vegetales. Pero, no obstante y a pesar de esa variedad, todos los seres vivos, a partir del hombre hasta el más insignificante microbio, tienen algo de común, algo que los hace afines pero que, a la vez, distingue hasta a la bacteria más elemental de los objetos del mundo inorgánico. Ese algo es lo que llamamos vida, en el sentido más simple y elemental de esta palabra. Pero, ¿qué es la vida? ¿Es de naturaleza material, como todo el resto del mundo, o su esencia se halla en un principio espiritual sin acceso al conocimiento con base en la experiencia?

Si la vida es de naturaleza material, estudiando las leyes que la rigen podemos y debemos hacer lo posible por modificar o transformar conscientemente y en el sentido anhelado a los seres vivos. Ahora bien, si todo lo que sabemos vivo ha sido creado por un principio espiritual, cuya esencia no nos es dable conocer, deberemos limitarnos a contemplar pasivamente la naturaleza viva, incapaz ante fenómenos que se estiman no accesibles a nuestros conocimientos, a los cuales se atribuye un origen sobrenatural.

Sabido es que los idealistas siempre han considerado y continúan considerando la vida como revelación de un principio espiritual supremo, inmaterial, al que denominan alma, espíritu universal, fuerza vital, razón divina, etc. Racionalmente considerada desde este punto de vista, la materia en si es algo exánime, inerte; es decir, inanimado. Por lo tanto no sirve más que de materia para la formación de los seres vivos, pero éstos no pueden nacer ni existir más que cuando el alma introduce vida en ese material y le da a la estructura, forma y armonía.

Este concepto idealista de la vida constituye el fundamento básico de cuantas religiones hay en el mundo. A pesar de su gran diversidad todas ellas concuerdan en afirmar que un ser supremo (Dios) dio un alma viva a la carne inanimada y perecedera, y que esa partícula eterna del ser divino es precisamente lo vivo, lo que mueve y mantiene a los seres vivos. Cuando el alma se desprende, entonces no queda más que la envoltura material vacía, un cadáver que se pudre y descompone. La vida, pues, es una manifestación del ser divino, y por eso el hombre no puede llegar a conocer la esencia de la vida, ni, mucho menos, aprender a regalarla. Tal es la conclusión fundamental de todas las religiones respecto de la naturaleza de la vida, y no se concibe ni se sabe de ninguna doctrina religiosa que no llegue a esa conclusión.

Sin embargo, el problema de la esencia de la vida siempre ha sido abordado de manera totalmente diferente por el materialismo, según el cual la vida, como todo lo demás en el mundo, es de naturaleza material y no necesita para ser perfectamente explicado, el reconocimiento de ningún principio espiritual supramaterial.

La vida no es más que la estructuración de una forma especial de existencia de la materia, que lo mismo se origina que se destruye siempre de acuerdo con determinadas leyes. La práctica, la experiencia objetiva y la observación de la naturaleza viva señalan el camino seguro que nos lleva al conocimiento de la vida.

Toda la historia de la ciencia de la vida -la biología- nos muestra de diversas maneras lo fecundo que es el camino materialista en la investigación analítica de la naturaleza viva sobre la base del estudio objetivo, de la experiencia y de la práctica social histórica; de qué forma tan completa nos abre ese camino correspondiente a la esencia de la vida y cómo nos permite dominar la naturaleza viva, modificarla conscientemente en el sentido anhelado y transformarla en beneficio de los hombres.

La historia de la biología nos brinda una cadena ininterrumpida de éxitos de la ciencia, que demuestran a plenitud la base cognoscitiva de la vida, y una sucesión ininterrumpida de fracasos del idealismo. Sin embargo, durante mucho tiempo ha habido un problema al que no había sido posible darle una solución materialista, constituyendo por esa razón, un buen asidero para las lucubraciones idealistas de todo género. Ese problema era el origen de la vida. ´

A diario nos damos cuenta de cómo los seres vivos nacen de otros seres semejantes. El ser humano proviene de otro ser humano; la ternera, nace de una vaca; el polluelo sale del huevo puesto por una gallina; los peces proceden de las huevas puestas por otros peces semejantes; las plantas brotan de semillas que han madurado en plantas análogas. Empero, no siempre ha debido ser así. Nuestro planeta, la Tierra, tiene un origen, y, por lo tanto, tiene que haberse formado en cierto período. ¿Cómo aparecieron en ella los primeros ancestros de todos los animales y de todas las plantas?

De acuerdo con las ideas religiosas, no cabe duda de que todos los seres vivos habrían sido creados originalmente por Dios. Esta acción creadora del ser divino habría hecho aparecer en la Tierra, de golpe y en forma acabada, los primeros ascendientes de todos los animales y de todas las plantas que existen actualmente en nuestro planeta. Un hecho creador especial habría originado el nacimiento del primer hombre, del que descenderían seguidamente todos los seres humanos de la tierra.

Así, según la Biblia, el libro sagrado de los judíos y de los cristianos, Dios habría fabricado el mundo en seis días, con la particularidad de que al tercer día dio forma a las plantas, al quinto creó los peces y las aves, y al sexto las fieras y, finalmente, los seres humanos, en primer lugar al hombre y después a la mujer. El primer hombre, o sea Adán, habría sido creado por Dios, de un material inanimado, es decir, de barro; después lo habría dotado de un alma convirtiéndolo así en un ser vivo.

Pero el estudio de la historia de la religión demuestra palmariamente que estos cuentos ingenuos acerca del origen repentino de los animales y de las plantas, que, de suerte, aparecen hechos y derechos, cual seres organizados, se apoyan en la ignorancia y en una suposición simplista de la observación somera y superficial de la naturaleza que nos rodea.

Esta fue la razón fundamental de que por espacio de muchos siglos se creyese que la tierra era plana y se mantenía inmóvil, que el Sol giraba alrededor de ella apareciendo por el Oriente y ocultándose tras el mar o las montañas, por el Occidente. Esa misma observación superficial y simplista hacia creer muchas veces a los hombres que diferentes seres vivos, como por ejemplo, los insectos, los gusanos y también los peces, las aves y los ratones, no sólo podían nacer de otros animales semejantes, sino que también brotar directamente, generarse y nacer de un modo espontáneo a partir del lodo, del estiércol, de la tierra y de otros materiales inanimados, inertes. Siempre que el hombre tropezaba con la generación masiva y repentina de seres vivos consideraba el caso como una prueba irrefutable de la generación espontánea de la vida.

Y aún ahora, existen ciertas gentes incultas que están convencidas de que los gusanos se generan en el estiércol y en la carne podrida, y que diversos parásitos caseros nacen espontáneamente como consecuencia de los desperdicios, las basuras y toda clase de suciedades e inmundicias. Su observación superficial no advierte que los desperdicios y las basuras sólo son el lugar, el nido donde los parásitos colocan sus huevos, que más tarde dan origen al nacimiento de nuevas generaciones de seres vivos.

En efecto, muy antiguas teorías de la India, Babilonia y Egipto, nos advierten de esa generación espontánea de gusanos, moscas y escarabajos que surgen del estiércol y de la basura; de piojos que se generan en el sudor humano; de ranas, serpientes, ratones y cocodrilos engendrados por el lodo del río Nilo, de luciérnagas que se consumen. Todas estas fantasías relativas a la generación espontánea correspondían en dichas teorías con las leyendas, mitos vulgares y tradiciones religiosas. Todas las apariciones repentinas de seres vivos, como caídos del cielo, eran interpretadas exclusivamente como manifestaciones parciales de la voluntad creadora de los dioses o de los demonios.

En la antigua Grecia, muchos filósofos materialistas refutaban ya esa definición religiosa del origen de los seres vivos. Sin embargo, el transcurso de la historia facilitó que en los siglos siguientes se desenvolviera y llegase a preponderar una especulación teórica enemiga del materialismo: la concepción idealista de Platón, filósofo de la antigua Grecia.

De acuerdo con las ideas de Platón tanto la materia vegetal como la animal, por sí solas, carecen de vida y sólo pueden vivificarse cuando el alma inmortal, la “psique”, penetra en ellas.

Esta idea de Platón representó un gran papel contra Victorio y, por tanto, negativo en el desenvolvimiento posterior del problema que estamos examinando. Diríase que, hasta cierto punto, la teoría de Platón se reflejó también en la doctrina de otro filósofo de la antigua Grecia, Aristóteles, más tarde convertida en fundamento básico de la cultura medieval y que predominó en el pensamiento de los pueblos por espacio de más de dos mil años.

En sus obras, Aristóteles no se circunscribió a detallar numerosos casos de seres vivos que, según su creencia, aparecían espontáneamente, sino que, además, dotó a este fenómeno de una cierta base teórica. Aristóteles consideraba que los seres vivos, al igual que todos los demás objetos concretos, se formaban mediante la conjugación de determinado principio pasivo: la materia; con un principio activo: la forma. Esta última sería para los seres vivos la “entelequia del cuerpo”, es decir, el alma. Ella era la que daba forma al cuerpo y la que lo movía. En consecuencia, resulta que la materia carece de vida, pero es abarcada por ésta, adquiere forma armónicamente y se organiza con ayuda de la fuerza anímica, que infiltra vida a la materia y la mantiene viva.

Las ideas aristotélicas tuvieron gran influencia sobre toda la historia posterior del problema del origen de la vida. Todas las escuelas filosóficas ulteriores, lo mismo las griegas que las romanas, participaron plenamente de la idea de Aristóteles respecto de la generación espontánea de los seres vivos, A la vez, con el transcurso del tiempo, la base teórica de la generación espontánea y repentina fue tomando un carácter cada vez más idealista y hasta místico.

Este último carácter lo adquirió, muy particularmente, a principios de nuestra era, especialmente entre los neoplatónicos. Plotino, jefe de esta escuela filosófica, muy divulgada en aquella época, afirmaba que los seres vivos habían surgido en el pasado y surgían todavía cuando la materia era animada por el espíritu vivificador. Se supone, pues, que fue Plotino el primero que formuló la idea de la “fuerza vital”, la cual pervive aún hoy día en las doctrinas reaccionarias de los vitalistas contemporáneos.

Para describir en detalle el origen de la vida, el cristianismo de la antigüedad se basaba en la Biblia, la cual a su vez había copiado de las leyendas religiosas de Egipto y Babilonia. Los intérpretes de la teología de fines del siglo IV y principios del V, o sea los llamados padres de la iglesia, mezclaron estas leyendas con las doctrinas de los neoplatónicos, fincando sobre esta base su propia elaboración mística del origen de la vida, totalmente mantenida hasta nuestros días por todas las doctrinas cristianas.

Basilio de Cesárea, obispo de mediados del siglo IV de nuestra era, en sus prédicas respecto de que el mundo había sido formado en seis días, decía que, por voluntad divina, la Tierra había concebido de su propio seno las distintas hierbas, raíces y árboles, así como también las langostas, los insectos, las ranas y las serpientes, los ratones, las aves y las anguilas. “Esta voluntad divina —dice Basilio continúa manifestándose hoy día con fuerza indeclinable.

El “beato” Agustín, que fuera contemporáneo de Basilio y una de las autoridades más conspicuas e influyentes de la Iglesia católica, intentó justificar en sus obras, desde el punto de vista de la concepción cristiana del mundo, el surgimiento de la generación espontánea de los seres vivos.

Agustín aseveraba que la generación espontánea de los seres vivos era una manifestación de la voluntad divina, un acto mediante el cual “el espíritu vivificador”, las “invisibles simientes” infiltraban vida propia a la materia inanimada. Así fue como Agustín fundamentó la plena concordancia de la teoría de la generación espontánea con los principios dogmáticos de la Iglesia cristiana.

La Edad Media agregó muy poco a esta teoría anticientífica. En el medioevo, las ideas filosóficas, no importa cuál fuese su carácter, sólo podían sostenerse si iban envueltas en una capa teológica, si se cobijaban con el manto de tal o cual doctrina de la Iglesia. Los problemas de las Ciencias Naturales fueron postergados a segundo plano.

Para opinar acerca de la naturaleza circundante, no se practicaba la observación ni la experiencia, sino que se recurría a la Biblia y a las escrituras teológicas. Únicamente noticias muy escasas acerca de problemas de las matemáticas, de la astronomía y de la medicina arribaban a Europa procedentes del Oriente.

Del mismo modo, y a través de traducciones frecuentemente muy tergiversadas, llegaron a los pueblos europeos las obras de Aristóteles. Al principio su doctrina se estimó peligrosa, pero luego, cuando la Iglesia se dio cuenta de que podía utilizarla con gran provecho para muchos de sus fines, enalteció a Aristóteles elevándolo a la categoría de “precursor de Cristo en los problemas de las Ciencias Naturales”. Y según la acertada expresión de Lenin, “la escolástica y el clericalismo no tomaron de Aristóteles lo vivo, sino lo muerto...” Por lo que respecta en particular al problema del origen de la vida, se había expandido muy ampliamente la teoría de la generación espontánea de los organismos, cuya esencia consistía, ajuicio de los teólogos cristianos, en la vivificación de la materia inanimada por el “eterno espíritu divino.

En calidad de ejemplo, podríamos citar a Tomás de Aquino, por ser éste uno de los teólogos más afamados de la Edad Media, cuyas doctrinas continúan siendo hoy día, para la Iglesia católica, la única filosofía verdadera. En sus obras, Tomás de Aquino manifiesta que los seres vivos aparecen al ser animada la materia inerte. Así se originan de modo muy particular, al pudrirse el lodo marino y la tierra abonada con estiércol, las ranas, las serpientes y los peces. Incluso los gusanos que en el infierno martirizan a los pecadores, surgen allí según Tomás de Aquino, como consecuencia natural de la putrefacción de los pecados.

Tomás de Aquino fue siempre un gran defensor y un constante propagandista de la demonología militante. Para él, el diablo existe en la realidad y es, además, jefe de todo un tropel de demonios. Por eso aseguraba que la aparición de parásitos malignos para el hombre, no sólo puede surgir obedeciendo a la voluntad divina, sino también por las argucias del diablo y de las fuerzas del mal a él sometidas. La expresión práctica de estas concepciones proviene de los numerosos procesos incoados en la Edad Media, contra las “brujas”, a las que se acusaba de lanzar contra los campos ratones y otros animales dañinos que destruían las cosechas.

La Iglesia cristiana occidental adoptó de la doctrina reaccionaria de Tomas de Aquino, hasta convertirla en severo dogma, la teoría de la generación espontánea y repentina de los organismos. Según la cual los seres vivos se originarían de la materia inerte, al ser animada ésta por un principio espiritual.

Este era también el punto de vista sostenido por el que fue obispo de Rostov y vivió en tiempos de Pedro 1, también sostenía en sus obras el principio de la generación jerarquías teológicas de la Iglesia oriental. Así, Demetrio, de manera por demás bastante curiosa para nuestras ideas actuales. Según él, durante el diluvio universal, Noé no había acogido en su arca ratones, sapos, escorpiones, cucarachas ni mosquitos, es decir, ninguno de esos animales que “nacen del cieno y de la podredumbre... y que se engendran en el rocío”, Todos estos seres vivos murieron con el diluvio y “después del diluvio renacen engendrados de esas mismas substancias.”

La religión cristiana al igual que todas las demás religiones del mundo, continúa sosteniendo hoy día que los seres vivos han surgido y surgen de pronto y enteramente constituidos por generación espontánea, a consecuencia de un hecho creador del ser divino y sin ninguna relación con el desarrollo o evolución de la materia.

Sin embargo, al ahondar en el estudio de la naturaleza viva, los hombres de ciencia han llegado a demostrar que esa generación espontánea y repentina de seres vivos no surge en ninguna parte del mundo que nos rodea.

Esto quedó establecido y demostrado a mediados del siglo XVII para los organismos con un cierto grado de desarrollo, especialmente para los gusanos, los insectos, los reptiles y los animales anfibios. Investigaciones posteriores patentizaron este aserto, también por lo que respecta a seres vivos de formación más simple; de suerte que incluso los microorganismos más sencillos, que aun no siendo perceptibles a simple vista, nos rodean por todas partes, poblando la tierra, el agua y el aire.

Vemos, pues, que el “hecho” de la generación espontánea de seres vivos, que teólogos de diferentes religiones querían explicar corno un hecho en que el espíritu vivificador infiltraba vida a la materia inerte y que implicaba la base de todas las teorías religiosas del origen de la vida, vino a ser un “hecho” inexistente, ilusorio, basado en observaciones falsas y en la ignorancia de sus interpretadores.

En el siglo XIX se aplicó otro golpe demoledor a las ideas religiosas, respecto del origen de la vida. C. Darwin y, posteriormente, otros muchos hombres de ciencia, entre los cuales están los investigadores rusos K. Timiriázev, los hermanos A. y Y. Kovalevski,  Mécnikiv y otros, demostraron que, a diferencia de lo que afirman las Sagradas Escrituras, nuestro planeta no había estado poblado siempre por los animales y las plantas que nos rodean en la actualidad. Por el contrario, las plantas y los animales superiores, comprendido el hombre, no surgieron de pronto, al mismo tiempo que la Tierra, sino en épocas posteriores de nuestro planeta y a consecuencia del desarrollo progresivo de otros seres vivos más simples. Estos, a su vez, tuvieron su origen en otros organismos todavía más simples y que vivieron en épocas anteriores. Y así, sucesivamente, hasta llegar a los seres vivos más sencillos.

Estudiando los organismos fósiles de los animales y de las plantas que poblaron la Tierra hace muchos millones de años, podemos llegar a convencernos, en forma tangible, de que en aquellas lejanas épocas la población viviente de la Tierra era diferente a la actual, y de que cuanto más avanzamos en la inmensa profundidad de los siglos comprobamos que esa población es cada vez más simple y menos variada.

Descendiendo gradualmente, de peldaño en peldaño, y estudiando la vida en formas cada vez más antiguas, llegamos a concluir cómo fueron los seres vivos más simples, muy semejantes a los microorganismos de nuestros días, y que en pasados tiempos eran los únicos que poblaban la Tierra. Pero, a la vez, también surge inevitablemente la cuestión del punto de origen de las manifestaciones más simples y más primitivas de la naturaleza viva, las cuales constituyen el punto de arranque de todos los seres vivos que pueblan la Tierra. ../…

(…) Continuará mañana con la parte 2)

(Extractos de los libros:  “El Origen de la Vida”:  Autor: A.I. Oparín y “Razón y Revolución”:  Autores Grant y.Woods..

FUNDACIÓN DE ESTUDIOS SOCIALISTAS FEDERICO ENGELS.

http://www.fundacionfedericoengels.org/

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