29 de mayo de 2023

¿SOCIALISMO UTÓPICO O SOCIALISMO CIENTÍFICO? (Parte 1).

 


“Cuando nos paramos a pensar sobre la naturaleza, sobre la historia humana, o sobre nuestra propia actividad espiritual, nos encontramos de primera intención con la imagen de una trama infinita de concatenaciones y mutuas influencias, en la que nada permanece en lo que era, ni cómo y dónde era, sino que todo se mueve y cambia, nace y perece.

Vemos, pues, ante todo, la imagen de conjunto, en la que los detalles pasan todavía más o menos a segundo plano; nos fijamos más en el movimiento, en las transiciones, en la concatenación, que en lo que se mueve, cambia y se concatena.

Esta concepción del mundo, primitiva, ingenua, pero esencialmente justa, es la de los antiguos filósofos griegos, y aparece expresada claramente por vez primera en Heráclito: todo es y no es, pues todo fluye, todo se halla sujeto a un proceso constante de transformación, de incesante nacimiento y caducidad.

Pero esta concepción, por exactamente que refleje el carácter general del cuadro que nos ofrecen los fenómenos, no basta para explicar los elementos aislados que forman ese cuadro total; sin conocerlos, la imagen general no adquirirá tampoco un sentido claro.

Para penetrar en estos detalles tenemos que desgajarlos de su entronque histórico o natural e investigarlos por separado, cada uno de por sí, en su carácter, causas y efectos especiales, etc. Tal es la misión primordial de las ciencias naturales y de la historia, ramas de investigación que los griegos clásicos situaban, por razones muy justificadas, en un plano puramente secundario, pues primeramente debían dedicarse a acumular los materiales científicos necesarios.

Mientras no se reúne una cierta cantidad de materiales naturales e históricos, no puede acometerse el examen crítico, la comparación y, congruentemente, la división en clases, órdenes y especies. Por eso, los rudimentos de las ciencias naturales exactas no fueron desarrollados hasta llegar a los griegos del período alejandrino y más tarde, en la Edad Media, por los árabes; la auténtica ciencia de la naturaleza sólo data de la segunda mitad del siglo XV, y, a partir de entonces, no ha hecho más que progresar constantemente con ritmo acelerado.

El análisis de la naturaleza en sus diferentes partes, la clasificación de los diversos procesos y objetos naturales en determinadas categorías, la investigación interna de los cuerpos orgánicos según su diversa estructura anatómica, fueron otras tantas condiciones fundamentales a que obedecieron los progresos gigantescos realizados durante los últimos cuatrocientos años en el conocimiento científico de la naturaleza.

 Pero este método de investigación nos ha legado, a la par, el hábito de enfocar las cosas y los procesos de la naturaleza aisladamente, sustraídos a la concatenación del gran todo; por tanto, no en su dinámica, sino enfocados estáticamente. No como sustancialmente variables, sino como consistencias fijas; no en su vida, sino en su muerte. Por eso este método de observación, al trasplantarse, con Bacon y Locke, de las ciencias naturales a la filosofía, provocó la estrechez específica característica de estos últimos siglos: el método metafísico de pensamiento.

Para el metafísico, las cosas y sus imágenes en el pensamiento, los conceptos, son objetos de investigación aislados, fijos, rígidos, enfocados uno tras otro, cada cual de por sí, como algo dado y perenne. Piensa sólo en antítesis sin mediatividad posible; para él, una de dos: sí, sí; no, no; porque lo que va más allá de esto, de mal procede. Para él, una cosa existe o no existe; un objeto no puede ser al mismo tiempo lo que es y otro distinto.

Lo positivo y lo negativo se excluyen en absoluto. La causa y el efecto revisten asimismo a sus ojos, la forma de una rígida antítesis. A primera vista, este método discursivo nos parece extraordinariamente razonable, porque es el del llamado sentido común.

Pero el mismo sentido común, personaje muy respetable de puertas adentro, entre las cuatro paredes de su casa, vive peripecias verdaderamente maravillosas en cuanto se aventura por los anchos campos de la investigación; y el método metafísico de pensar, por muy justificado y hasta por necesario que sea en muchas zonas del pensamiento, más o menos extensas según la naturaleza del objeto de que se trate, tropieza siempre, tarde o temprano, con una barrera franqueada, la cual se torna en un método unilateral, limitado, abstracto, y se pierde en insolubles contradicciones, pues, absorbido por los objetos concretos, no alcanza a ver su concatenación; preocupado con su existencia, no para mientes en su génesis ni en su caducidad; concentrado en su estatismo, no advierte su dinámica; obsesionado por los árboles, no alcanza a ver el bosque.

En la realidad de cada día sabemos, por ejemplo, y podemos decir con toda certeza si un animal existe o no; pero, investigando la cosa con más detención, nos damos cuenta de que a veces el problema se complica considerablemente, como lo saben muy bien los juristas, que tanto y tan en vano se han atormentado por descubrir un límite racional a partir del cual deba la muerte del niño en el claustro materno considerarse como un asesinato; ni es fácil tampoco determinar con fijeza el momento de la muerte, toda vez que la fisiología ha demostrado que la muerte no es un fenómeno repentino, instantáneo, sino un proceso muy largo.

Del mismo modo, todo ser orgánico es, en todo instante, él mismo y otro; en todo instante va asimilando materias absorbidas del exterior y eliminando otras de su seno; en todo instante, en su organismo mueren unas células y nacen otras; y, en el transcurso de un período más o menos largo, la materia de que está formado se renueva totalmente, y nuevos átomos de materia vienen a ocupar el lugar de los antiguos, por donde todo ser orgánico es, al mismo tiempo, el que es y otro distinto.

Asimismo, nos encontramos, observando las cosas detenidamente, con que los dos polos de una antítesis, el positivo y el negativo, son tan inseparables como antitéticos el uno del otro y que, pese a todo su antagonismo, se penetran recíprocamente; y vemos que la causa y el efecto son representaciones que sólo rigen como tales en su aplicación al caso concreto, pero, que, examinando el caso concreto en su concatenación con la imagen total del Universo, se juntan y se diluyen en la idea de una trama universal de acciones y reacciones, en que las causas y los efectos cambian constantemente de sitio y en que lo que ahora o aquí es efecto, adquiere luego o allí carácter de causa y viceversa.

Ninguno de estos fenómenos y métodos discursivos encaja en el cuadro  de las especulaciones metafísicas. En cambio, para la dialéctica, que enfoca las cosas y sus imágenes conceptuales substancialmente en sus conexiones, en su concatenación, en su dinámica, en su proceso de génesis y caducidad, fenómenos como los expuestos no son más que otras tantas confirmaciones de su modo genuino de proceder.

La naturaleza es la piedra de toque de la dialéctica, y las modernas ciencias naturales nos brindan para esta prueba un acervo de datos extraordinariamente copiosos y enriquecidos con cada día que pasa, demostrando con ello que la naturaleza se mueve, en última instancia, por los cauces dialécticos y no por los carriles metafísicos, que no se mueve en la eterna monotonía de un ciclo constantemente repetido, sino que recorre una verdadera historia.

Aquí hay que citar en primer término a Darwin, quien, con su prueba de que toda la naturaleza orgánica existente, plantas y animales, y entre ellos, como es lógico, el hombre, es producto de un proceso de desarrollo que dura millones de años, ha asestado a la concepción metafísica de la naturaleza el más rudo golpe.

Pero, hasta hoy, los naturalistas que han sabido pensar dialécticamente pueden contarse con los dedos, y este conflicto entre los resultados descubiertos y el método discursivo tradicional pone al desnudo la ilimitada confusión que reina hoy en las ciencias naturales teóricas y que constituye la desesperación de maestros y discípulos, de autores y lectores.

Sólo siguiendo la senda dialéctica, no perdiendo jamás de vista las innumerables acciones y reacciones generales del devenir y del perecer, de los cambios de avance y de retroceso,  llegamos a una concepción exacta del Universo, de su desarrollo y del desarrollo de la humanidad, así como de la imagen proyectada por ese desarrollo en las cabezas de los hombres.

Y éste fue, en efecto, el sentido en que empezó a trabajar, desde el primer momento, la moderna filosofía alemana. Kant comenzó su carrera de filósofo disolviendo el sistema solar estable de Newton y su duración eterna -después de recibido el famoso primer impulso- en un proceso histórico: en el nacimiento del Sol y de todos los planetas a partir de una masa nebulosa en rotación.

De aquí, dedujo ya la conclusión de que este origen implicaba también, necesariamente, la muerte futura del sistema solar. Medio siglo después, su teoría fue confirmada matemáticamente por Laplace, y, al cabo de otro medio siglo, el espectroscopio ha venido a demostrar la existencia en el espacio de esas masas ígneas de gas, en diferente grado de condensación.

La filosofía alemana moderna encontró su remate en el sistema de Hegel, en el que por vez primera -y ése es su gran mérito- se concibe todo el mundo de la naturaleza, de la historia y del espíritu como un proceso, es decir, en  constante movimiento, cambio, transformación y desarrollo y se intenta además poner de relieve la íntima conexión que preside este proceso de movimiento y desarrollo…/…

(Continuará con la parte 2)

(Extracto del libro de Federico Engels, titulado “DEL SOCIALISMO UTÓPICO AL SOCIALISMO CIENTÍFICO”).

Para recibir información o adquirir el libro, pueden dirigirse al siguiente correo: contacto@fundacionfedericoengels.net

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario