Mañana
día 13 de Mayo se cumplen 52 años del inicio de aquella histórica Huelga
General en Francia, que se recuerda como la Revolución de Mayo del 68, que fue
precedida y seguida de una gran oleada de protestas iniciadas principalmente
por las vanguardias politizadas de la Juventud Estudiantil, que atrajo a la
clase obrera a la lucha, paralizando el país durante los meses de Mayo y Junio.
Las
fuerzas unidas de la clase obrera y sus organizaciones de izquierdas, junto a
la juventud estudiantil, se convirtieron en una oleada imparable, haciendo huir
al Presidente de Gaulle, que declaró: “Se acabó el juego. En pocos días los
comunistas estarán en el poder. El capitalismo ha muerto en Francia”. …/… Se
había declarado la Huelga General Indefinida el 13 de Mayo: “Con el paso de las horas y los días, la huelga se
extendió por toda Francia: el 19 de mayo había dos millones de huelguistas, el
20 eran cinco, el 21 ocho, y el 28 de mayo ya eran 10 millones los trabajadores
en huelga”(…) (*)
Algunos
de los eslóganes más coreados eran:
“Pensamiento estancado, pensamiento
podrido”.
“Debajo de los adoquines, encontraremos
el mar”.
“La escuela está en la calle”.
“Hay que asaltar los cielos”.
“Prohibido prohibir”.
“La imaginación al Poder”.
“Seamos realistas, pidamos lo
imposible”.
“Lo queremos todo, y lo queremos ahora”.
“¡Pensar como borregos, ¡NO¡ - ¡Empujar
juntos, ¡SI ¡¡
“Para Cambiar la vida… ¡Transformar la
Sociedad¡
Esas
luchas y reivindicaciones se extendieron a Alemania, Argentina, Uruguay, Suiza,
México, España, Estados Unidos, Italia…
confirmando el refrán “Cuando PARÍS estornuda, Europa se resfría”.
El potencial de lucha de esas protestas
había cogido de improviso al Gobierno de Charles de Gaulle, que al temer una
derrota ante un levantamiento de carácter revolucionario, cuando se declaró la
Huelga General paralizando toda la producción, abandonó Francia diciendo que
los comunistas tomarían el Poder y que
el Capitalismo había sido derrotado.
Pero las direcciones de las fuerzas
políticas y sindicales participantes y dirigentes de la lucha, en las protestas
y en la Huelga General, no llegaron a plantearse la toma del poder ni
presentaron un plan socialista democrático para transformar el modelo capitalista.
El General de Gaulle, para frenar las
acciones reivindicativas que se habían planteado y la movilización general de
carácter pacífico que se estaban llevando a cabo, anunció las elecciones
anticipadas para el 23 y 30 de Junio, retomando el Poder Burgués e incluso ganó
las elecciones, de cuyos sucesos relatamos seguidamente un breve extracto:
¿Cómo empieza una
revolución? (*)
(…/…) “”En 13 de mayo de
1968, el régimen gaullista se disponía a celebrar por todo lo alto sus 10 años
ininterrumpidos en el poder, y los partidos y sindicatos de la izquierda no
tenían en perspectiva la posibilidad de un estallido social, mucho menos una
revolución. Norman Macrae, un afamado economista y periodista británico,
reflejaba el estado de ánimo de la burguesía en The Economist: “... la gran
ventaja de Francia sobre su vecino al otro lado del Canal: sus sindicatos son
patéticamente débiles”.
Es interesante comprobar cómo
en los momentos que preceden a las grandes sacudidas sociales, los
comentaristas pro sistema tienden a confundir la actitud timorata y
conciliadora de los dirigentes reformistas de la izquierda con el estado de
ánimo real entre la clase trabajadora. Cuando los trabajadores no responden de
inmediato a un ataque, o ‘toleran’ que sus representantes pacten con la
burguesía sin una reacción inmediata, muchos se lamentan clamando contra el
“bajo nivel de conciencia”. Pero la dialéctica de la lucha de clases no
funciona así, con esquemas mecánicos. La clase obrera no anuncia mediante una
declaración pública que está preparada para hacer la revolución. Acumula
experiencia, soporta ataques, es decepcionada una y otra vez por sus
dirigentes, aprende de las victorias y, sobre todo, de las derrotas y de las
traiciones. Cuando ese proceso subterráneo e imperceptible a primera vista
alcanza su punto de inflexión, cualquier accidente puede canalizar sus ansias
de transformación social.
La manifestación que se
convirtió en la chispa que incendió el bosque se produjo el 20 de marzo de 1968
y congregó a poco más de 300 estudiantes. Fue la detención de varios jóvenes de
un comité de solidaridad con el pueblo vietnamita, acusados de romper los
escaparates del banco American Express en París, lo que desencadenó las
primeras manifestaciones más amplias. La primera ocupación fue el 22 de marzo
en la universidad de Nanterre, y sólo participaron 142 estudiantes. De Gaulle,
fiel defensor de la mano dura, respondió con la represión. Pero el movimiento
no se arredró, y el gobierno recrudeció la violencia. El 2 de mayo la policía intentó
impedir una nueva manifestación y, al día siguiente, disolvió por la fuerza una
asamblea de apoyo a los estudiantes de Nanterre en la universidad de la Sorbona
en París.
La actuación brutal de la
policía francesa, especialmente la de los tristemente famosos CRS5, consiguió
el objetivo contrario al que perseguía, despertando una ola de solidaridad que
atizó la extensión de la lucha desde las facultades a los liceos. En semanas
los manifestantes, los huelguistas y los ocupantes de universidades, liceos y
fábricas pasaron de ser cientos a ser millones.
El Barrio Latino se llenó
de barricadas. Los enfrentamientos en la noche del 3 al 4 de mayo se saldaron
con un gran número de heridos y detenidos, mientras la simpatía hacia la
rebelión de la juventud siguió creciendo irresistiblemente. Esa misma noche los
vecinos del Barrio Latino ofrecieron refugio en sus casas a los estudiantes,
gritando su indignación a la policía mientras les arrojaban toda clase de
objetos por las ventanas. En esa jornada fueron muchos los trabajadores que se
unieron a los estudiantes en las barricadas.
No es de extrañar que los
jóvenes fueran los encargados de iniciar la revuelta. Las derrotas del pasado
no eran un lastre para ellos, ni tampoco mantenían una gran fidelidad a las direcciones
reformistas y estalinistas de las organizaciones obreras, mucho menos a sus
políticas conservadoras.
Los estalinistas confunden la revolución con la reacción.
La dirección estalinista
del Partido Comunista Francés6 (PCF) jugó un papel central en estos
acontecimientos, pero no para animar y dirigir el proceso revolucionario a su
victoria, sino para sofocarlo. Los dirigentes del PCF lejos de dar la
bienvenida a la movilización de la juventud, desataron una campaña furiosa
contra los estudiantes.
En la edición de
L’Humanité —periódico diario del partido— del 3 de mayo, el futuro secretario
general del PCF, Georges Marchais, escribía: “Es preciso desenmascarar a estos
falsos ‘revolucionarios’ ya que objetivamente sirven a los intereses del poder
gaullista y de los grandes monopolios capitalistas. (…) Las ideas y actividades
de esos ‘revolucionarios’ podrían hacernos reír, más teniendo en cuenta de que
se trata en general de hijos de grandes burgueses —que desprecian a los
estudiantes de origen obrero— que rápidamente se olvidarán de su ímpetu
‘revolucionario’ para dirigir la empresa de papá y explotar a los
trabajadores”.
Por supuesto que un sector
de la dirección del movimiento estudiantil tenía prejuicios pequeñoburgueses, y
no provenían de familias trabajadoras. A la cabeza del movimiento no se
encontraba la tradicional UNEF, que desde hacía tiempo mantenía un
funcionamiento burocrático y una política moderada y conciliadora, sino nuevas
organizaciones como el Movimiento Veintidós de Marzo. Uno de sus máximos
dirigentes, Daniel Cohn-Bendit, estudiante de sociología, se definía como
anticapitalista, anticomunista y anarquista. Pero no era tan difícil comprender
que el anticomunismo de Cohn-Bendit y otros expresaba un justificado rechazo al
mal llamado ‘socialismo real’. A cientos de miles de estudiantes les repelía la
deformación burocrática y autoritaria del comunismo encarnada por los regímenes
estalinistas de la URSS y del Este de Europa.
Lo que un genuino
dirigente comunista hubiera valorado es que sectores mayoritarios de la
juventud odiaban al sistema burgués. Prueba de ello fue la gran manifestación
estudiantil del 6 de mayo, encabezada por una gran pancarta que rezaba “Viva La
Comuna” en homenaje a la primera insurrección proletaria de la historia (París,
marzo de 1871) y en la que resonó La Internacional. Eran estudiantes que se
manifestaban contra el imperialismo francés, en apoyo al pueblo vietnamita, que
se identifican con el Che, al que consideraban un revolucionario honesto y un
ejemplo a seguir. Sí, rechazaban el capitalismo, pero la nueva sociedad que
querían construir no tenía nada que ver con los Estados burocratizados del Este
de Europa.
Los dirigentes del PCF
confundían los primeros pasos de una revolución con la agitación de elementos
contrarrevolucionarios. Y, partiendo de ese supuesto, cometían el gravísimo
error de situarse en la barricada equivocada en lo que respecta a la represión.
A pesar de la brutal actuación policial durante la noche del 3 al 4 de mayo que
se saldó con cientos de heridos y decenas de detenidos, la Federación de París
del PCF repartió una octavilla los días 4 y 5 donde se leía: “Hoy se ve
claramente adónde llevan los actos de los grupos izquierdistas (…) Favorecen al
mismo tiempo la intolerable agitación fascista y racista de Occident10. Crean
un terreno propicio a las intervenciones policiales y a los propósitos del
ministro Peyrefitte”
Al calor de estas
afirmaciones es difícil no recordar las lamentables declaraciones de dirigentes
como Pablo Iglesias o Alberto Garzón, reprochando al pueblo catalán haber
despertado al fascismo por su lucha ejemplar en defensa de la república y el
derecho de autodeterminación.(…) (*)
Ayer como hoy, la cuestión
es concreta. ¿Cómo deben actuar las organizaciones que se denominan anticapitalistas
y revolucionarias en una situación semejante? En primer lugar, frente a la
represión del Estado burgués, colocándose incondicionalmente al lado de los
estudiantes. En segundo lugar, intentando comprender los procesos políticos que
se desarrollaban en las entrañas de la sociedad, el carácter progresista y
rupturista de un movimiento estudiantil que despertaba enormes simpatías entre
los trabajadores, y adoptar todas las medidas necesarias para impulsarlo con un
programa de clase capaz de derrocar el capitalismo.
Los estudiantes conectan con la clase obrera.
La política nefasta de los
dirigentes estalinistas no impidió, por el momento, que el movimiento siguiese
desarrollándose con fuerza. El 4 de mayo, la UNEF, presionada por el ambiente insurreccional
que se vivía entre los estudiantes, se vio obligada a reaccionar y, junto con
el sindicato de profesores SNEP-Sup, convocó una huelga indefinida hasta la
liberación de todos los detenidos. El gobierno apostó por el recrudecimiento de
la represión: el 6 de mayo decretó el cierre de todas las facultades de París y
las manifestaciones, atacadas por los CRS, se saldaron con 739 manifestantes
hospitalizados. Pero las movilizaciones y las barricadas eran cada vez más
nutridas, y la presión obligó al primer ministro, George Pompidou, a reabrir la
Sorbona el 11 de mayo, además de liberar algunos detenidos para proyectar una
imagen dialogante. Sin embargo, el movimiento interpretó correctamente esta
concesión como un síntoma de debilidad y la lucha continuó su ascenso.
A estas alturas, ninguno
de los grandes sindicatos, ni la CGT dirigida por el Partido Comunista, ni
Force Ouvriere, ni CFDT13 estaban por la labor de unificar al movimiento
estudiantil con la clase obrera. A modo de coartada para justificar esta
deserción, el PCF argumentó en las páginas de L’Humanité que la actuación de un
sindicato es fundamentalmente reivindicativa, nunca aventurera. Los dirigentes
estalinistas franceses, lejos de felicitarse porque había llegado el momento de
expulsar a De Gaulle del gobierno, temían que la fuerza de las movilizaciones
abriera las compuertas a un desafío revolucionario que trastocara la llamada
“coexistencia pacífica”, el término con el que la URSS y los regímenes
estalinistas justificaban el statu quo con el mundo capitalista gestado tras la
Segunda Guerra Mundial. Por tanto, concentraron sus esfuerzos en evitar las
huelgas y, sobre todo, en impedir la confluencia de obreros y estudiantes.
Todas estas maniobras no
fueron capaces de frenar la enorme presión desde abajo, y el instinto certero
de la clase obrera francesa se impuso. El 13 de mayo la CGT y la CFDT se vieron
obligados a convocar una gran huelga general unitaria con los estudiantes. Fue
una protesta extraordinaria. Las manifestaciones tuvieron una asistencia
arrolladora, un millón en París, 50.000 en Marsella, 40.000 en Toulouse, 50.000
en Bordeaux, 60.000 en Lyon… Las
masas sintieron su poder.
De Gaulle, intentando
aparentar calma, decidió mantener su agenda y viajó a Rumania. Pero los gestos
ya no contaban, el movimiento tenía su propia dinámica y entró en una fase
superior. Ya no se trataba sólo de la juventud. La clase obrera se puso en
marcha.
Huelga general indefinida.
Los dirigentes
estalinistas del PCF y la CGT tenían la esperanza de que esta convocatoria
aliviara la presión, y que al día siguiente las aguas volvieran a su cauce.
Nada de eso ocurrió.
En la mañana del 14 de
mayo, los trabajadores de numerosas fábricas decidieron continuar con la
huelga. En la Sud-Aviation de Nantes —donde la huelga se había iniciado con
modestas reivindicaciones como el mantenimiento del salario o la reducción de
jornada— no “sólo el conjunto de la fábrica se para sino que se decide tomar la
empresa y secuestrar al director. En Renault-Cléon un grupo de jóvenes obreros
de menos de 20 años con contratos precarios desbordan el llamado de la
intersindical CGT-CFDT a parar una hora por turno y, cuando escuchan por la
radio que los obreros ocuparon Sud-Aviation, terminan imponiendo el cese
completo de la actividad y la ocupación de la fábrica”.
Con el paso de las horas y
los días, la huelga se extendió por toda Francia: el 19 de mayo había dos
millones de huelguistas, el 20 eran cinco, el 21 ocho, y el 28 de mayo ya eran
10 millones los trabajadores en huelga. Fue la propia clase obrera, empezando
por sus sectores más explotados y más jóvenes, quién desató la mayor huelga
general indefinida de la historia de Francia en contra de las directrices de
sus organizaciones mayoritarias. Había que remontarse a la crisis revolucionaria
de mayo-junio de 1936 para encontrar un movimiento de estas dimensiones.
Los trabajadores de las
grandes empresas estaban a la cabeza de la huelga: Renault, Michelín, Peugeot,
Citroën, las minas, los puertos, los astilleros, los ferrocarriles, el metro,
el gas, la electricidad. Ningún sector de la producción escapaba. Millones de
obreros ocuparon las fábricas. Siguiendo su instinto, hacían temblar el pilar
básico del capitalismo: la sacrosanta propiedad privada y el control de la
burguesía de los medios de producción. Los obreros se comportaban como los
dueños de las fábricas.
En el Centro de Estudios
Nucleares de Saclay, un trabajador describía como ejercían el control:
“Agarramos un camión, dinero, gasolina y vamos a buscar en las cooperativas
agrícolas pollos y las patatas necesarias para alimentar a los inmigrantes de
un poblado chabolista cercano. Los hospitales necesitan radioelementos: se
reinicia el trabajo en la parte donde se producen. Lo que se necesita es
gasolina. El piquete de huelga de la Finac, en Nanterre, nos envía 30.000
litros. Cuando los estudiantes tengan heridos, se echará mano de los stocks
locales: guantes, botellas de oxígeno, batas, alcohol, bicarbonato, todo
enviado al mini hospital de la Sorbona”.
Los trabajadores podían tomar el poder.
No se trataba sólo de la
paralización de la producción. Los obreros dieron la vuelta a la jerarquía en
sus empresas. Eran ellos y no los jefes quienes mandaban. En última instancia,
una revolución consiste en que las masas, educadas para permanecer pasivas,
pasan a la acción y toman en sus manos el gobierno de su destino. Una situación
de doble poder se extendió por toda Francia.
En numerosas ciudades
surgieron comités para organizar la lucha. En Nantes la organización de los
huelguistas llegó más lejos que en ninguna otra parte. El Comité del Barrio de
Batinolles comprende el peligro del sabotaje económico y lanza el siguiente
slogan: “Aumento masivo de los salarios sin cambio de las estructuras
económicas y políticas = Aumento del costo de la vida y retorno a la miseria en
unos cuantos meses”. No se trataba de hablar, sino de actuar. El 24 de mayo,
las mujeres de este Comité deciden organizar los suministros y su distribución,
para lo cual convocan a toda la población a una reunión. Tras ella, una
delegación decide ir a la fábrica más cercana para contactar con los comités de
huelga. Los trabajadores, que ya estaban tratando este importante asunto, se
unen y se crea el Comité de Aprovisionamiento. Inmediatamente, el 26 de mayo,
se organiza el Comité Central de Huelga (CCH) ante la necesidad de coordinar y
unificar todas las fuerzas. Al día siguiente, el CCH se instala en el
Ayuntamiento de Nantes: la clase obrera es el nuevo poder político de la
ciudad.
El 29 de mayo el CCH
establece en escuelas seis centros de abastecimiento para los que cuenta con la
solidaridad de los sindicatos agrícolas. Bajo su gobierno nadie pasará hambre:
emite bonos equivalentes a una cantidad de alimentos para utilizar en las
tiendas y ejerce el control de los precios. El transporte también está bajo su
mando: en las gasolineras sólo se distribuye combustible a quienes presentan
una autorización del CCH. Se organiza la actividad docente, y se crean
guarderías donde los trabajadores y las trabajadoras pueden dejar a sus hijos
mientras participan en la lucha. Se organizan cuadrillas de trabajadores en
solidaridad con los pequeños agricultores para recoger la cosecha de la patata.
La experiencia de Nantes,
rebautizada como ‘la ciudad de los trabajadores’, es determinante. Demostró
hasta donde podía llegar la clase obrera, su capacidad de asumir el control
total de la vida social y gestionar todos los asuntos de manera democrática y
colectiva. Es un momento decisivo en cualquier proceso revolucionario: cuando
los trabajadores comprenden que la burguesía, sus instituciones y su Estado ya
no son necesarios para hacer funcionar la sociedad.
¿Hasta dónde hubiera
llegado el movimiento de haber contado con una dirección revolucionaria que
propusiera extender la experiencia de Nantes a todo el país?
Las capas medias giran a la izquierda.
La determinación de los
huelguistas irradiaba tal fuerza, que numerosos sectores de las capas medias,
la base tradicional de la reacción, participaron activamente en la lucha. Los
pequeños agricultores organizaron manifestaciones de protesta contra la
política agrícola del gobierno. En Nantes, una manifestación de campesinos
transcurre tras la siguiente pancarta: ‘No al régimen capitalista, sí a la
revolución completa de la sociedad’. Los intelectuales y artistas se suman: los
actores ocupan el teatro Odeón, las artistas del Folies Bergère redactan sus
reivindicaciones, cinco premios Nobel franceses declaran su solidaridad con los
estudiantes. Los arquitectos discuten apasionadamente nuevos planes
urbanísticos más humanos para garantizar vivienda y espacios para el disfrute
de todas y todos.
La atmósfera
revolucionaria se respira por doquier: “En solidaridad con los movimientos
estudiantil y obrero, y decidido a cuestionar radicalmente las estructuras de
la sociedad burguesa y capitalista, el cine reunió a sus Estados Generales el
17 de mayo (…) Las primeras consecuencias de estos Estados Generales fueron la
completa suspensión del Festival de Cannes y la decisión tomada por el
Sindicato de los técnicos de films de ponerse en huelga general e ilimitada”.
Los medios de comunicación
también fallan para la burguesía. Los trabajadores de artes gráficas se suman a
la batalla y hacen una aportación enormemente valiosa: a través de sus comités
de control censuran las mentiras de las editoriales de la prensa burguesa
contra la lucha de los estudiantes y las huelgas obreras.
Una prueba importante del
ambiente explosivo que vive Francia fue el fracaso estrepitoso de la reacción
en su intento de reagrupar fuerzas. El 18 de mayo, con el regreso de De Gaulle
tras su viaje a Rumanía, los llamados comités por la defensa de la República
convocan una manifestación. Sólo acudieron 2.000 personas. Es inútil, las capas
medias, la pequeña burguesía, participan en la movilización, pero al otro lado
de la barricada.
El aparato del Estado muestra su impotencia.
Hasta las fuerzas
represivas muestran fisuras. Con las calles llenas de manifestantes empiezan a
surgir simpatías en sus filas. “La portada del Evening Standard del 23 de mayo
llevaba por título: ‘La Policía de Francia en Huelga’. Un representante de los
sindicatos policiales había declarado que ‘tal vez empezarían a cuestionar las
órdenes si seguían siendo llamados para atacar a los huelguistas que luchaban
por sus derechos’. ‘Entendían perfectamente’ los motivos de los huelguistas y
aborrecían no poder hacer lo mismo debido a la ley vigente”.
Era una verdadera
pesadilla para los defensores del capitalismo: la clase obrera, como otras
veces en la historia de Francia, parecía tocar el cielo con las manos. La
enorme maquinaria del Estado burgués, omnipotente en circunstancias “normales”,
chirriaba y se atascaba. François Mitterrand, que más tarde sería presidente de
Francia por la coalición del Partido Socialista y el Partido Comunista,
increpaba al primer ministro Pompidou: “¿Qué ha hecho usted con el Estado?”. En
la forma de entender el mundo de este líder reformista, el colapso de la herramienta
en la que se sustenta la opresión ideológica y física de la clase obrera era
algo inaceptable.
Años después, el embajador
de EEUU en París recordaría lo que De Gaulle le confesó durante aquellos días:
“Se acabó el juego. En pocos días los comunistas estarán en el poder”.
Efectivamente, derribar el capitalismo en Francia era absolutamente posible.
Sólo faltaba un partido revolucionario que coordinara y unificara la acción de
los miles de comités de huelga de todo el país partiendo de la experiencia de
Nantes, y tomar el control político y económico en todas las ciudades. A partir
de ahí, la tarea sería sencilla: establecer un Comité Central de Huelga de todo
Francia, con delegados y delegadas electos democráticamente, para imponer no
sólo las reivindicaciones económicas más inmediatas, sino la formación de un
gobierno revolucionario que transformara la república burguesa francesa en la
república socialista de los trabajadores y la juventud.
¿Cómo abortar una revolución?
Es un hecho notorio que
todas las actuaciones de los estalinistas fueron orientadas a desactivar la
revolución. Como hemos citado, la primera reacción de la dirección del Partido
Comunista fue presentar a los estudiantes como agentes de la reacción. Esta
caracterización, desautorizada por los trabajadores a través del éxito de la
huelga del 13 de mayo, tenía, a pesar su carácter lunático, una explicación.
Los líderes estalinistas, plenamente comprometidos con la estabilidad del
sistema, temían que el optimismo que irradiaba la juventud respecto al
derrocamiento del capitalismo prendiera entre la clase obrera.
A pesar de que la
confluencia entre los trabajadores y los estudiantes era un hecho en las
grandes manifestaciones, el PCF no renunció a sabotearla. El 16 de mayo comenzó
la ocupación de Renault-Billancourt, y al día siguiente, a primera hora de la
mañana, se difundió la noticia en la Sorbona. “El entusiasmo es delirante. La
clase obrera de París se pone en marcha, desborda a la CGT. Hay que ir a la
puerta de la fábrica a manifestar la solidaridad activa con los
obreros-ocupantes. (…) A mediodía, la Sorbona es inundada por una octavilla del
Syndicat CGT-Renault, en el que se desaconseja vivamente a los estudiantes la
realización de la marcha prevista”. En la octavilla se puede leer que “nuestra
voluntad, y la de los trabajadores en lucha por sus reivindicaciones, es
dirigir nuestra huelga y rechazamos toda injerencia exterior…”
Hay muchos ejemplos de
este intento desesperado por aislar a los trabajadores de los jóvenes. En
Marsella, el servicio de orden de la CGT de la manifestación del 13 de mayo
impidió a los estudiantes integrarse con los trabajadores y los mantuvo
separados por un cordón durante toda la marcha.
Pero los estalinistas iban
más lejos, intentaban sabotear cualquier desarrollo de la conciencia en líneas
socialista. Marx y Engels afirman en El Manifiesto Comunista el necesario salto
que se produce cuando la clase obrera deja de ser una clase en sí y se
convierte en una clase para sí. En otras palabras, cuando los trabajadores y
trabajadoras descubren que el papel que juegan en la producción les confiere el
poder para construir una nueva sociedad sin explotadores. Ese salto en la
conciencia había madurado en la Francia de 1968. Lejos de consolidar ese
proceso, el PCF, no sólo evitó las consignas que lo alimentaran, sino que
movilizó a todos sus cuadros sindicales para obligar a las masas a respetar las
reglas de juego capitalistas.
Cuando la huelga general
indefinida y la ocupación de fábricas, que el Partido Comunista no había
organizado, era una realidad arrolladora, intentaron por todos los medios
aislar a los obreros dentro de cada empresa. Se trataba de evitar la unidad, el
debate y la coordinación, impedir el florecimiento de cualquier aspecto que
hiciera sentirse al movimiento más fuerte y ambicioso en sus objetivos. La
situación llegó a tal punto, que prohibieron la colaboración entre asalariados
de una misma empresa. Tal fue el caso de la planta de Renault-Billancourt,
“donde los huelguistas de la planta de Renault-Flins tienen prohibida la
entrada hasta el 6 de junio con el pretexto ¡de que no pertenecen a la misma
empresa!”.
Era indispensable
recuperar el funcionamiento habitual de la sociedad burguesa, cuando hay unos
pocos jefes y muchos subordinados obedientes. Mitterrand, un experimentado
defensor de los intereses del poder establecido, afirmaba: “Conviene desde
ahora mismo constatar el vacío de poder y organizar la sucesión”. Necesitaban
que el movimiento abandonara la acción directa y que las masas olvidaran cualquier
pretensión de decidir su propio destino. El camino más corto hacia este
objetivo era desviar el tempestuoso caudal revolucionario a las tranquilas
aguas del parlamentarismo burgués.
El 19 de mayo, el PCF y la
CGT llaman a “la conclusión urgente de un acuerdo de las formaciones de
izquierdas sobre un programa común de gobierno de contenido social avanzado,
que garantice los derechos de los sindicatos y la satisfacción de las
reivindicaciones esenciales de los trabajadores”. La alternativa del Partido Comunista
era volver a casa y abandonar las asambleas, disolver los comités y finalizar
las ocupaciones a cambio de depositar un voto cada cinco años para que los
políticos profesionales resolvieran los problemas de la población. Mitterrand
no pudo dejar de reconocer que los dirigentes estalinistas eran los garantes
más eficaces de la estabilidad capitalista: “Sabía que ni su papel, ni su
número (…) podía preocupar a la gente razonable ya que, en aquel mismo momento,
se podía ver en Séguy y en la CGT las últimas murallas de un orden público que
el gaullismo se revelaba incapaz de proteger ante los golpes de los aprendices
de revolucionarios”.
La revolución descarrilada.
La convocatoria electoral
necesitaba complementarse con otro aspecto decisivo. Había que reconstruir la
autoridad de los ‘agentes sociales’, esos especialistas en resolver los
conflictos entre las clases, pero siempre a favor de la burguesía. ¿Qué era eso
de que los trabajadores debatieran y decidieran libremente en asambleas de
base? ¿Cómo era posible que los banqueros y los grandes empresarios no fueran
los únicos en tomar decisiones trascendentales? La clase obrera debía volver al
redil.
El 25 de mayo a las tres
de la tarde se iniciaron las conversaciones entre el gobierno, la patronal y
los sindicatos. El 27 de mayo, a primera hora de la mañana, los negociadores
alcanzaron un pacto bautizado como los Acuerdos de Grenelle. La burguesía
concedió reivindicaciones que habían sido rechazadas durante años, con la
esperanza de enfriar los ánimos: subidas salariales, rebaja de la jornada
laboral semanal en una hora, aumento de los días de vacaciones pagadas, etc.
Como siempre, las reformas eran el resultado de la lucha revolucionaria de las
masas.
Séguy, secretario general
de la CGT, declaró en la radio esa misma mañana: “la vuelta al trabajo es
inminente”. Pero no iba a ser tan fácil.
Los bastiones de la huelga rechazaron masivamente el acuerdo. Los dirigentes
estalinistas propusieron entonces continuar negociando por sectores. Sería más
fácil desanimar a la clase si estaba dividida. Se iniciaron así varias mesas de
diálogo —educación, minería, transportes urbanos, correos y telecomunicaciones,
ferrocarril— con el fin de imponer dinámicas, ritmos y propuestas diferentes.
El sindicato en vez de unir, separaba. En las actividades públicas del PCF, La Internacional es sustituida por La
Marsellesa. “El 5 [de junio], el buró confederal [de la CGT] declara que ‘en
todos los lados donde las reivindicaciones esenciales fueron satisfechas, el
interés de los asalariados es pronunciarse masivamente por la reanudación del
trabajo en la fábrica”.
En las provincias hay
empresas que se reincorporan el 27 de mayo al trabajo. En Carbones de Francia,
el mismo 28 de mayo ya hay un acuerdo por encima de lo logrado en Grenelle. Los
sectores que resisten fueron literalmente empujados a casa. Así ocurrió en la
metalúrgica Hispano-Suiza. “El lunes 17 de junio, en la asamblea general del
personal, la CGT habla de reiniciar el trabajo, pero bajo ciertas condiciones
que abandonará al día siguiente. El martes 18, durante el último mitin de la
huelga, el dirigente de la CGT considera la vuelta al trabajo como algo ganado,
y dobla solemnemente la bandera roja afirmando que volverá a servir de nuevo
algún día. A continuación, llama a los trabajadores a volver a sus puestos. Nadie
se mueve. Sigue un momento de gran confusión. Algunos entran en la fábrica pero
para retomar su rutina de ocupantes. La mayoría se quedan en la plaza frente a
la fábrica. (…) Algunos trabajadores lloran. La vuelta al trabajo tendrá lugar
el miércoles 19”.
Los dirigentes del PCF
renunciaron una vez más a transformar la sociedad, igual que lo hicieron en
1936 y tras la derrota del fascismo en los años 40. Así destruyó el estalinismo
en Francia, y en todo el mundo, la herencia de la Revolución Rusa de 1917 enterrando
el programa de Lenin y los bolcheviques. Si alguien albergaba todavía alguna
duda sobre las intenciones del PCF, el 27 de mayo L’Humanité publicó la carta
que el secretario general del partido, Waldeck Rochet, había dirigido a
François Miterrand, y en la que proponía “asegurar el relevo del poder
gaullista mediante un gobierno popular y de unión democrática con participación
comunista sobre la base de un mínimo programa común”.
La crítica de un obrero de
la Citroën, empleado en la fábrica desde los 15 años y con dos décadas de
afiliación a la CGT a sus espaldas, sintetiza muy bien la actuación del
estalinismo: “En el ‘36, todavía no estábamos preparados. En el ‘45 tampoco
estábamos preparados porque estaban los norteamericanos. En el ‘58, seguíamos sin
estar preparados porque el ambiente no estaba para bromas, las OAS no se sabían
adónde iban. En el ‘68, no estábamos preparados porque el ejército, por la
correlación de fuerzas, por esto y por lo otro”.
Un partido genuinamente
comunista hubiera conectado con el sentimiento revolucionario de las masas
ofreciendo una estrategia para la toma del poder. En las condiciones de mayo
del 68, en lugar de ofrecer como opción el camino del parlamentarismo burgués,
la cáscara “democrática” en la que envuelve la burguesía su dictadura, y donde
la corrupción y la charlatanería son la norma, hubiera propuesto la formación
de un auténtico gobierno de los trabajadores y la juventud electo por una
Asamblea Revolucionaria, cuyos diputados y diputadas habrían sido elegidos
democráticamente en los comités de huelga formados en cada centro de trabajo,
universidad y localidad. Representantes controlados por sus electores,
revocables en cualquier momento y con unos ingresos no superiores a los de
cualquier familia trabajadora.
Ese gobierno
revolucionario, apoyándose en un movimiento de millones, no habría tenido
mayores dificultades en nacionalizar los grandes medios de producción, la banca
y los monopolios, y colocarlos bajo el control democrático de la clase obrera y
sus organizaciones. Medidas como la reducción de la jornada laboral y mejoras
salariales para garantizar a los trabajadores y las trabajadoras el tiempo
necesario para intervenir en la gestión de los asuntos económicos, políticos, y
culturales de la sociedad, habrían abierto la senda para una democracia real y
plena. Inmediatamente, los nuevos órganos de poder obrero habrían establecido
un plan de producción para cubrir todas las necesidades: viviendas, escuelas,
universidades, hospitales, y todo tipo de infraestructuras sociales, culturales
y deportivas.
A su vez, un gobierno
revolucionario en Francia habría lanzado un llamamiento internacionalista a
todos los pueblos de Europa, a su clase obrera y a los jóvenes oprimidos, a
seguir su ejemplo. Habría liberado a las colonias del yugo imperialista
francés, promoviendo la revolución en todos estos territorios. ¿Cómo hubieran
recibido la experiencia de sus compañeros franceses la clase trabajadora y la juventud
portuguesa y del Estado español que todavía soportaban horribles dictaduras, o
el pueblo de Vietnam? La revolución triunfante en Francia habría estremecido el
mundo a una escala mucho mayor que la Revolución Rusa de 1917.
La burguesía recupera el control.
Aunque en ese momento,
como en otros tantos de la historia, la correlación de fuerzas era
extremadamente favorable para la transformación socialista de la sociedad, la
abnegación de la clase obrera no era suficiente para garantizar la victoria. La
ausencia del factor subjetivo, es decir, la existencia de un partido
revolucionario, y la traición activa del estalinismo hicieron naufragar la
revolución.
Revolución y
contrarrevolución van indisolublemente unidas. La burguesía nunca renunciará
voluntariamente al poder que le garantiza sus privilegios. Prueba de ello fue
el viaje de Charles De Gaulle a Baden-Baden el 29 de mayo, para entrevistarse
con el comandante en jefe de las fuerzas francesas estacionadas en Alemania, el
general Massu —responsable de la represión sangrienta del imperialismo francés
en Argelia—. El objetivo de De Gaulle era sondear la posibilidad de una acción
armada del Ejército contra el movimiento revolucionario. El 30 de mayo las
tropas del general Massu iniciaron maniobras militares en la frontera.
Aunque la burguesía
estudió esa posibilidad y la mantuvo en la recámara, no estaba en absoluto
convencida de que la intervención del Ejército resolvería la situación a su
favor. Era consciente de que recurrir a tropas integradas por soldados jóvenes,
que no eran inmunes a la marea revolucionaria, representaba una apuesta muy
arriesgada que podría volverse en su contra. Por ese motivo confiaron una vez
más en la labor de los dirigentes reformistas de la izquierda política y
sindical para derrotar la revolución desde dentro.
El 30 de mayo la derecha
organizó una manifestación “En defensa de la República”, y más de medio millón
de personas desfilaron por los Campos Elíseos. Ese mismo día De Gaulle regresó
a París de su viaje a Alemania, y se dirigió por radio a la nación anunciando
que no dimitiría, al tiempo que disolvía la Asamblea Nacional y convocaba
elecciones para junio.
Es una ley de la
revolución que si el momento propicio se deja escapar, y ese momento puede
contarse en horas o días, la reacción tomará la iniciativa y movilizará a las
capas más conservadoras con decisión, atrayendo a los sectores indecisos y
vacilantes. Si a esto se añade que la política de la organización con más
autoridad de la izquierda, como era el PCF, competía con De Gaulle en denunciar
los excesos de los revolucionarios, puede entenderse el resultado final. Si se
trataba de elegir entre De Gaulle y el PCF para gestionar el capitalismo, no
había duda sobre quién ofrecía más garantías.
Y en efecto, la
contrarrevolución tomó la iniciativa con total decisión acentuando la represión
contra el movimiento. La misma noche del 30 de mayo, el ministro de interior, Christian
Fouchet, envió un telegrama a todos los prefectos: ““(…) Como les expuse
por teléfono, reafirmar la autoridad del Estado, terminar con la parálisis de
la economía, restaurar la vida normal son y deben ser vuestras preocupaciones
permanentes. Stop. En el sector público, tomarán todas las medidas que sean
útiles para favorecer la reanudación general del trabajo. Stop. En todo caso,
vuestro deber inmediato es eliminar todas las obstrucciones a la libertad de
trabajar y reducir la ocupación de las instalaciones administrativas
prioritarias. Stop. En el sector privado, alentarán por todos los medios el
movimiento de reanudación del trabajo. Stop. Determinarán las empresas donde
esta reanudación es más urgente y más fácil, y donde sería más espectacular y
fecundo. Stop. Estoy listo para las operaciones particulares que me propondrán
llevar a cabo, y a poner a vuestra disposición medios materiales
suplementarios. Stop”. Este documento prueba como muchas empresas seguían
en huelga al empezar el mes de junio.
De Gaulle afronta los días
posteriores insistiendo en una idea: “El caos o yo”, presentándose como la
única garantía contra la “amenaza de una dictadura totalitaria”. Frente a esta
propaganda, la respuesta del PCF supuso un nuevo jarro de agua fría. Lejos de
rebatir políticamente los argumentos de la burguesía, animó a los trabajadores
a abandonar la huelga e intentó presentarse como un baluarte de la estabilidad.
En su cartel electoral se podía leer: “Contra la anarquía: por la ley y el
orden, votad comunista”.
L’Humanité del 6 de junio
insistía: “Las reivindicaciones esenciales de numerosos trabajadores han sido
satisfechas gracias a la lucha… y los obreros han decidido volver al trabajo en
la unidad… Grupos izquierdistas, a menudo ajenos al personal de las empresas,
pretenden que la lucha por las reivindicaciones es un tema superado, e
intervienen con violencia para oponerse a la voluntad de los trabajadores de volver
al trabajo…”.
La contrarrevolución
interpreta muy bien este mensaje y busca revancha. A las 3 de la madrugada del
7 de junio, se escribe un nuevo capítulo represivo en el bastión revolucionario
de la Renault en Flins: “…Desde las cinco de la mañana varios miles de
estudiantes se han trasladado desde la Sorbona a Flins y bloquean la llegada de
trabajadores, que a su vez se niegan a volver al trabajo mientras la policía se
mantenga a la puerta de la fábrica. (…) A pesar de los desesperados esfuerzos
de la CGT y sus delegados, la masa de congregados se dirige hacia la puerta de
la empresa con la intención de reocuparla, lo cual es rápidamente impedido por
la policía. Son los primeros enfrentamientos que se desarrollarán de forma
continua durante tres días consecutivos (…) La resistencia de Flins repercute
en otros sectores, en particular en Billancourt y en Citroën, donde la huelga
se endurece”.
Mientras los obreros y los
jóvenes son brutalmente masacrados por la policía gaullista, L’Humanité del 8
de junio publica una nueva arenga escandalosa: “Basta de provocaciones. La
ocupación de Flins por la CRS no la ha provocado la huelga”.
La represión sigue en
ascenso. Entre los días 10 y 12 de junio son asesinados varios luchadores a
manos de la policía: el joven Gilles Tautin en Flins, Philippe Mathérion en una
barricada del Barrio Latino; Pierre Beylot y Henrin Blanchet, trabajadores de
la factoría de Peugot, en Sochaux. La respuesta de la CGT ante estos gravísimos
hechos, una tibia convocatoria de una hora de paro nacional, demostró que la
traición estaba consumada.
El 12 de junio el gobierno
declaró ilegales 12 organizaciones de la izquierda. Y, el 17 de junio, la
universidad de la Sorbona fue desalojada por la fuerza.
El 29 y 30 de junio, las
elecciones legislativas darán una mayoría aplastante al partido gaullista y sus
aliados. La revolución de mayo de 1968 finalizaba, pero, tan sólo un año más
tarde, De Gaulle abandonaría la política tras una sonora derrota en un
referéndum.
La lucha sigue.
Hoy, Macron, un millonario,
es presidente de Francia. Su presencia en el Elíseo es el resultado de la
bancarrota política del gaullismo y la socialdemocracia. Sin embargo, la
popularidad que este candidato a Bonaparte cosechó tan rápidamente, cae incluso
a mayor velocidad que la de sus predecesores.
Frente a Macron, la élite
política y los capitalistas, la clase obrera preserva sus tradiciones de lucha,
y no hay ninguna duda de que se presentarán nuevas oportunidades para reatar el
nudo de histórico que tejió aquel mayo del 68. No sólo en Francia, en el mundo
entero, las condiciones objetivas para la revolución están madurando a marchas
forzadas, y la tarea sigue siendo construir el partido revolucionario que la
clase obrera y la juventud necesitan para tomar el poder”(…)
Fuente: Extracto de un artículo
publicado en la Revista “MARXISMO HOY” número 26. Puedes adquirir tu ejemplar
en la LIBRERÍA ONLINE de la Fundación de
Estudios Socialistas Federico Engels, pinchando en el enlace que dejamos abajo:
Muy interesante, es una recopilación de unos hechos históricos, esta muy claro, que la Socialdemocracia y el Stalinismo se dieron la mano para seguir siendo un buen instrumento al servicio de la burguesía dominante, ahora entiendo la estrategia Estalinista de Nuestra Guerra, primero ganar la guerra luego hacer la revolución, un fracaso más, qué hemos de apuntar. Solo nos queda el Comunismo Libertario, organizar a las masas y hacer la revolución.
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