23 de septiembre de 2022

EL CAPITALISMO MATA EL PLANETA. (Parte 3 final)

  


(Recomendable leer antes la parte 1 y 2) anteriores publicada en este mismo blog)

La banca y las multinacionales mienten: el ejemplo del carbón.

El problema ha adquirido tal gravedad a ojos de la opinión pública, que numerosas multinacionales y bancos tratan de subirse al carro del ecologismo. En la última Cumbre Climática en Nueva York en torno a cien multinacionales —entre ellas grandes empresas petroleras y energéticas— así como 31 bancos —entre ellos el Banco Santander y el BBVA— firmaron el Compromiso Colectivo con la Acción Climática. Recientemente, Ana Patricia Botín, la principal banquera del Estado español, ha planteado que ella también es ecologista, y que su banco es el más “sostenible del mundo”, ya que facilitará “120.000 millones de financiación verde entre 2019 y 2025”.

La realidad, sin embargo, es bien distinta. Según un informe de 2019, mientras entre 2016 y 2018 el Banco Santander reivindicaba dedicar 69,8 millones de euros a la lucha contra el cambio climático, invertía 13.800 millones de euros en financiar a las industrias de combustibles fósiles, incluyendo proyectos de fracking, de arenas bituminosas/alquitrán o prospecciones en el Ártico.

El Banco Santander ha sido una de las entidades responsables del proceso de salida a bolsa de Aramco, ­petrolera estatal controlada por la familia real saudí, que es la empresa más contaminante y más rentable del planeta. También en septiembre de 2018 acordaba con otros dos bancos financiar con 950 millones de euros la planta termoeléctrica de carbón de Bełchatów (Polonia), la más contaminante del continente, existiendo planes para nuevos proyectos de carbón en este país: en 2019 en Opole y en 2020 en Turow.

Así se explica que la industria más contaminante del mundo, la del carbón, haya aumentado significativamente su producción durante las últimas décadas, concretamente en un 192% desde 1980, generando actualmente el 34% de la electricidad mundial. Un buen ejemplo es el de Australia, cuyo Gobierno ha aprobado extender aún más esta industria con la apertura en la región de Queens­land de la mayor mina del mundo, con una producción estimada de 28 millones de toneladas.

Incluso en Europa, abanderada de la lucha contra el carbón y el cambio climático, el peso de esta industria sigue siendo muy importante. En Polonia el 80% de la electricidad se genera mediante carbón y en Alemania el 40% mediante carbón y lignito, frente al 36% producido por las energías renovables. Desde hace varios años, la principal empresa energética alemana (RWE) —con el visto bueno del Gobierno— intenta talar la mitad del bosque de Hambach, de 12.000 años de antigüedad, para ampliar sus minas de lignito. Si aún no lo ha hecho ha sido por la resistencia activa de miles de militantes ecologistas.

Otra gran fuente de contaminación son la guerras, no solo por el propio despliegue militar, que implica millones de toneladas de emisiones de CO2 y un gasto masivo en muy poco tiempo de combustibles y recursos. Por ejemplo, el ejército de los EEUU es el mayor consumidor de petróleo del mundo y solo en 2011 emitió 56,6 millones de toneladas métricas de CO2 a la atmósfera: más que Exxon Mobile y Shell conjuntamente. Además, en Vietnam, Laos y Camboya, el ejército estadounidense envenenó la tierra con 76 millones de litros de Agente Naranja.

Bajo el capitalismo el único criterio que determina la producción es la acumulación de beneficios: “Nunca, pues, debe considerarse el valor de uso como fin ­directo del capitalista. Tampoco la ganancia aislada, sino el movimiento infatigable de la obtención de ganancias”, el “afán absoluto de enriquecimiento”.

 Al igual que el capitalista busca siempre prolongar la explotación y la jornada laboral más allá de cualquier límite físico, sometiendo a las y los trabajadores a jornadas extenuantes y antinaturales para el ser humano, también explota la naturaleza sin límites movido por la búsqueda de ganancias, independientemente de en qué estado deje el planeta a las futuras generaciones o de la necesidades de regeneración de la naturaleza.

¿Sobrepoblación?

A finales de los años 60 y principios de los 70 se publicaron dos libros: La explosión demográfica Los límites del crecimiento. Este último encargado por el elitista Club de Roma. Ambos trabajos señalaban la sobrepoblación como la causa de la degradación medioambiental.

Uno de los ejes utilizados para esta tesis es la supuesta capacidad de carga de la Tierra, es decir, cuántos seres humanos puede albergar con sus actuales recursos. Este planteamiento, que no es nuevo en la historia, olvida que dicha capacidad no es un valor absoluto sino que depende de multitud de factores variables, entre los que destacan el modo de producción y la tecnología, que a su vez interactúan críticamente con la naturaleza, su explotación y capacidad de regeneración… No existe, como afirman numerosos demógrafos y como señalaba Marx hace 150 años, una capacidad de carga definitiva de la Tierra…/…

“En la historia encontrará que la población se desarrolla en proporciones muy diferentes y que la sobrepoblación constituye igualmente una relación históricamente determinada, de ningún modo determinada por números o por el límite absoluto de la productividad de medios de subsistencia, sino por límites puestos por determinadas condiciones de producción (…) que hace de estas leyes históricas determinadas de los movimientos de la población, leyes que son, en tales circunstancias, la historia de la naturaleza del hombre; leyes naturales, pero que solo son leyes naturales del hombre en un determinado desarrollo histórico, con un determinado desarrollo de las fuerzas productivas, condicionado por su propio proceso histórico”.

Culpar a una hipotética superpoblación de la degeneración medioambiental lleva a posiciones reaccionarias y clasistas, algo que se ha expresado en sectores del movimiento ecologista.

Estos argumentos no son novedosos. Hace 200 años, Thomas Malthus ya planteaba estas ideas en sus teorías sobre la población, justificando la existencia de la pobreza y la desigualdad por la supuesta ausencia de recursos y alimentos. Malthus abogó incluso por la eliminación de las leyes de asistencia social en Inglaterra, ya que impedían la libre actuación de lo que él consideraba leyes naturales de población.

Las posiciones de Malthus no eran más que la cruda justificación burguesa de la existencia de la sociedad de clases, tal y como señaló el mismo Malthus en su primer Ensayo sobre el principio de la población: “La línea argumental de este ensayo solo se propone demostrar la necesidad de una clase de propietarios y una clase de trabajadores”.

Tanto Marx como Engels combatieron a Malthus y a sus seguidores, que trataban de justificar la pobreza y la desigualdad como una consecuencia de leyes naturales inmutables:

“Malthus, inventor de esa doctrina, afirma que la población presiona constantemente sobre los medios de sustento, que, al aumentar la producción, la población aumenta en las mismas proporciones y que la tendencia inherente a la población de crecer por encima de los límites de los medios de sustento disponibles constituye la causa de toda la miseria y de todos los males…/…Cuando hay exceso de seres humanos, los seres sobrantes, según Malthus, tienen que ser eliminados de un modo o de otro, o perecer de muerte violenta o morirse de hambre. […]

En una palabra: aplicando consecuentemente esa doctrina, deberíamos decir que la tierra se hallaba ya superpoblada cuando la habitaba un solo hombre. ¿Y cuáles son las consecuencias de esta marcha de las cosas? Que los que sobran son precisamente los pobres... Pero en ella tenemos la clave de bóveda del sistema liberal de la libertad de comercio que, al caer, arrastra consigo todo el edificio. Pues si se demuestra que la competencia [capitalista] es la causa de la miseria, de la pobreza y el crimen ¿quién se atreverá a levantar la voz en su defensa?”.

Los datos de los que disponemos en la actualidad niegan claramente esta teoría de la sobrepoblación. Incluso el crecimiento de la población en los países capitalistas más desarrollados se ha ido frenando, planteándose una perspectiva de decrecimiento demográfico…/…

Control de natalidad, racismo y colonialismo.

En la década de los cincuenta del siglo pasado, el multimillonario norteamericano Hugh Moore planteó la necesidad de impulsar campañas por el control de la natalidad y evitar “el uso que hacen los comunistas de la gente hambrienta en su búsqueda por conquistar la tierra”.

Estos planteamientos reaccionarios, nada originales, entroncaban con las tesis eugenistas que tuvieron un gran predicamento entre las élites económicas y políticas de Occidente. El eugenismo pretendía la mejora biológica de la especie humana mediante la selección de los “más aptos”. Algunos de los más notorios eugenistas fueron políticos como Theodore Roosevelt, presidente de EEUU, o Winston Churchill, primer ministro británico, que nunca ocultaron su apoyo a la segregación racial y la esterilización de los “disminuidos psíquicos”.

Por supuesto, Adolf Hitler fue el que llevó la teoría eugenista de la pureza de la raza a un nivel superior: la Ley de Esterilización de 1933 la hacía obligatoria para aquellas personas con “enfermedades hereditarias leves” o “de mente débil”, categorías difusas que incluyeron a los opositores al régimen nazi, judíos y gitanos. Entre 1933 y 1945 el régimen nazi esterilizó a cerca de 400.000 personas, muchas de las cuales acabaron finalmente en las cámaras de gas.

También el Gobierno de Indira Ghandi, durante los años setenta en la India, realizó amplias campañas de esterilización. En su punto álgido, 1975-1976, llegaron a esterilizar a ocho millones personas. Los afectados, como siempre, fueron los sectores más pobres y oprimidos de la sociedad: en el Estado de Uttar Pradesh, donde la casta de los intocables representa el 29% de la población, la esterilización alcanzó al 41% de la misma. En Bangladesh, el ofrecimiento de subsidios a cambio de someterse a la esterilización conllevó un aumento drástico de las mismas en el periodo entre cosechas, cuando mayor desempleo había en el campo.

Gobiernos occidentales como el de EEUU condicionaron las ayudas a los llamados países en vías de desarrollo a que implementaran estas políticas de esterilización, al tiempo que las practicaron con la población india nativa, latina y afroamericana o con la de Puerto Rico. En este último país, en 1968, un tercio de las mujeres en edad de procrear habían sido esterilizadas. También ocurrió en Australia con los aborígenes.

Con el desarrollo de este tipo de tesis se justifican discursos y acciones abiertamente racistas, colonialistas y xenófobas. En la edición revisada de La explosión demográfica de 1990 se señalaba que los inmigrantes “al adoptar el estilo de vida de sus países de acogida empezarán a consumir más recursos por persona y a causar un daño medioambiental desproporcionado”. Actualmente se envuelven hábilmente los argumentos malthusianos y supremacistas en el rechazo a la inmigración, planteando la necesidad de frenarla para evitar el aumento de la llamada huella ecológica.

Estos planteamientos racistas que apuntan directa o indirectamente a los países más pobres como los responsables de la crisis climática por su falta de control de la natalidad, son radicalmente falsos.

El África subsahariana, por ejemplo, con un crecimiento de la población entre 1980 y 2005 del 18,5%, ha incrementado sus emisiones de CO2 en dicho periodo solo un 2,4%. Sin embargo, en el caso de los EEUU, con un avance de la población del 3,4%, las emisiones han crecido un 12,6%.

Durante ese mismo período, los países más pobres aumentaron su población un 52,1% y sus emisiones de CO2 solo un 12,8%, mientras los más ricos lo hicieron en un 7% y sus emisiones en un 29%.

Tal y como señala el geógrafo marxista David Harvey, “si aceptamos la teoría de la sobrepoblación y de la escasez de recursos pero insistimos en mantener el modo capitalista de producción intacto, entonces el resultado inevitable serán políticas represivas, clasistas y étnicas en casa, y políticas imperialistas y neoimperialistas en el exterior”. De ahí la importancia de defender un ecologismo anticapitalista que señale a los verdaderos responsables del problema y no a sus víctimas.

¿Somos todos culpables como consumidores?

Una variante actual de los planteamientos neomalthusianos es la crítica abstracta al consumidor individual como responsable de la degradación medioambiental, sin tener en cuenta ni las diferencias de clase ni la ­forma en que se organiza bajo el capitalismo el proceso de producción y apropiación.

Recurriendo a la llamada huella ecológica, un método que carece de rigor científico, se equipara lo que puede contaminar un consumidor individual con los efectos de la extracción minera, la producción de energía, el procesamiento de alimentos o cualquier otro tipo de industria cuyo peso es absolutamente abrumador en la actividad contaminante de la sociedad.

En el caso de los desperdicios sólidos se calcula que en EEUU entre el 97% y el 99% de los mismos proceden de los procesos industriales y solo entre un 3% y un 1% se generan por los hogares. En Canadá, por ejemplo, la industria de las arenas bituminosas generó en 2008 más de 645 millones de toneladas de residuos frente a los 34 millones de toneladas producidas por todos los hogares…,/,,,

Si hablamos de la Unión Europea, y según sus propios datos de 2016, solo el 8,5% de los residuos totales correspondían a los desperdicios recogidos por los servicios municipales, que incluían a los hogares y un porcentaje importante de comercios y pequeños negocios. Mientras, solo los sectores de la construcción y de la minería representaban el 62% de todos los desperdicios generados en la UE.

El peso individual de cada consumidor resulta ínfimo en el total de los desperdicios generados, confirmándose el papel abrumador de las grandes industrias capitalistas en la contaminación y producción de residuos de todo tipo…/…

Por otro lado, el consumo indiscriminado es impulsado de forma persistente por las grandes empresas capitalistas y los grandes medios de comunicación a su servicio, a través de la inmensa industria de la publicidad y el marketing, y de técnicas de producción basadas en la obsolescencia programada que imponen una fecha de caducidad a mercancías de todo tipo.

El economista burgués John Kenneth Galbraith ya señalaba hace 50 años que la supuesta soberanía del consumidor está completamente mediatizada debido a los miles de millones de dólares invertidos en campañas publicitarias por los grandes monopolios. ¿Por qué, decía, iban a realizar dichas inversiones multimillonarias, si no se obtuviera de las mismas un efectivo retorno comercial? Actualmente, solo en EEUU se gastan más de tres billones de dólares al año en marketing.

Curiosamente, el propio concepto de obsolescencia programada fue utilizado por primera vez en 1932 durante la Gran Depresión. Bernard London, agente inmobiliario norteamericano, en su ensayo Acabar con la Depresión a través de la obsolescencia programada, señalaba la necesidad de determinar “la obsolescencia de los bienes de capital y consumo en el momento de su producción (…) el Gobierno determinará un período de vida a los zapatos, las casas y las máquinas, a todos los productos fruto de la industria, la minería y la agricultura, cuando se crean por primera vez, y se deberían vender y usar dentro de dicho plazo de existencia plenamente conocido por el consumidor. Una vez expire ese plazo, estos productos estarían legalmente ‘muertos’ y pasarían a estar controlados por la correspondiente agencia gubernamental, y destruidos en el caso de que haya un desempleo generalizado”, imponiéndose impuestos especiales a aquellos que continúen haciendo uso de los mismos. Una política, decía, que sería aplicada por el Estado en períodos de crisis y recesión.

Este plan, que puede parecer absurdo, es hoy parte del funcionamiento del capitalismo y un claro ejemplo de su ineficiencia orgánica y despilfarro…/…. Es lo que vemos actualmente en el sector de la tecnología de móviles, ordenadores, electrodomésticos, etc.; hasta el punto de que en muchas ocasiones resulta más rentable la compra de un nuevo móvil u ordenador que su reparación. Un proceso absurdo e ineficiente desde un punto de vista social, pero enormemente lógico y rentable para las grandes empresas capitalistas…/…

¿Negocios verdes?… ¡Simplemente negocios!

La soberanía del consumidor  es una auténtica entelequia, una ficción, que se plantea interesadamente para acusar a los trabajadores y la población en general del desastre ecológico y exonerar a los capitalistas —que son los que determinan qué se produce y qué se consume— de sus tremendas responsabilidades.

De hecho, numerosas multinacionales han visto en los últimos años una oportunidad de mercado en la creciente preocupación mundial por el medio ambiente, fomentando nuevas líneas de negocio en torno a productos ecológicos o al reciclaje.

Esta nueva línea de negocio ha permitido además incrementar los beneficios de muchas empresas, ya que los precios de los productos con estándares ecológicos son significativamente superiores al resto.

De hecho, el ­acceso a los mismos está delimitado por la barrera de la clase social. Los sectores más pobres quedan invariablemente excluidos y son precisamente los que padecen los mayores índices de obesidad y más problemas de salud fruto de una alimentación basada en el consumo de productos procesados y comida basura, más barata que los productos frescos y elaborados con un tiempo suficiente: algo incompatible con los actuales salarios y ritmos de trabajo.

El negocio del reciclaje no es un fenómeno reciente. A mediados de los años 50 en EEUU, ante el cre­ciente problema de qué hacer con los desperdicios, el Estado de Vermont impulsó una normativa que obligaba a producir determinados productos en recipientes reutilizables…/…

Actualmente, el 80% de todos los productos ­vendidos en EEUU son de un solo uso, el 31% de los residuos municipales son envases o paquetes y se utiliza el 3% de la energía industrial en la producción de los mismos. Ante esto, el consumidor es prácticamente impotente, ya que es ajeno a los procesos de producción y envasado. Los capitalistas prefirieren vender cien que cincuenta. El aumento descontrolado de productos desechables o de un solo uso o la obsolescencia programada permiten una obtención constante de ganancias, sin que importen los costes medioambientales que pagan sobre todo los sectores más empobrecidos de la sociedad…/…

Extracto del libro “EL CAPITALISMO MATA EL PLANETA”, escrito por Víctor Taibo Gómez-Limón.

(La persona interesada puede adquirir el libro editado por la Fundación de Estudios Socialistas Federico Engels, solicitándolo en algunos de los siguientes móviles:

Córdoba: 682.276.436. Granada: 616.893.592.Huelva: 695.618.094. Málaga: 611.477.757. Sevilla: 600.700.593.Zaragoza: 640.702.406.Asturias: 686.680.720.Castilla-La Mancha: 949.201.o25.Castilla-León: 653.699.755. Cataluña: 933.248.325. Euskal Herria: 664.251.844. Extremadura: 638.771.083.Galicia: 678.420.888.Madrid: 914.280.397.País Valenciano: 685.098.482.    libreria@fundacionfedericoengels.net

 

 

 

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