LA LUCHA DE MASAS LO HA CONSEGUIDO, A
PESAR DE BIDEN Y EL ESTABLISHMENT DEMÓCRATA.
Tras 72 horas de escrutinio agónico, Trump ha sido derrotado en las
elecciones más polarizadas y con más participación de la historia de EEUU. Los
resultados muestran que la mayor potencia capitalista del planeta sufre una
herida política que no deja de sangrar. Trump resiste sí, pero al final no ha
podido con el levantamiento popular que incendió el país de una punta a otra
denunciando la violencia policial racista, ni con una catástrofe sanitaria,
social y económica que certifica el fin del sueño americano. Por muchos tuits
desafiantes que escriba, en unas cuantas semanas hará la maleta y abandonará la
Casa Blanca.
Los resultados arrojan numerosas claves para entender el presente y el
futuro de la lucha de clases en EEUU. Primero, la consolidación de una base
electoral masiva para el trumpismo y lo que representa, que inevitablemente
condicionará los acontecimientos venideros y someterá a una fuerte presión al
futuro Gobierno demócrata. Segundo, la prueba de que existe una mayoría de la
población dispuesta a presentar batalla a la reacción populista de extrema
derecha y a las causas que la alimentan, y que trasciende los comicios del 3 de
noviembre.
Biden puede reivindicar ser el candidato más votado de la historia, pero la
derrota de Trump se ha logrado a pesar de él y de todo el establishment demócrata.
Las lecciones de estos años no han pasado en balde, y el avance en la
conciencia de millones de oprimidos constituye un factor movilizador de primer
orden.
Polarización extrema
La causa fundamental de la derrota del magnate neoyorkino hay que buscarla
en la extraordinaria movilización que se ha multiplicado desde su toma de
posesión. Las multitudinarias marchas de las mujeres que recibieron su mandato
presidencial, las grandes luchas de la juventud contra la legislación
antiinmigración, el cambio climático o la utilización de armas y, destacando
por encima de todo, una rebelión social contra la violencia racista y
supremacista del aparato policial que ha unificado en líneas de clase a decenas
de millones de trabajadores blancos, afroamericanos, latinos y jóvenes de
todas las comunidades, han tenido una traducción clara en las urnas. La
irrupción de las masas es lo que ha empujado a Trump fuera de la presidencia, y
no la mediocre campaña de un candidato como Biden incapaz de socavar la base
social de su contrincante.
Más de 16 millones de norteamericanos que en las elecciones de 2016 no
acudieron a las urnas lo han hecho esta vez, situando la participación en torno
a un 67% del censo. La candidatura de Biden ha obtenido 75.010.459 sufragios
(datos del domingo 8 de noviembre), un 50,63% del total y podría superar los
300 votos electorales al final del recuento. Respecto a los resultados de 2016
(65.853.514) significa un incremento del 14% y de 9,1 millones. Trump logra
70.686.229 papeletas, el 47,71% del total y posiblemente ronde los 230 votos
electorales. En relación a 2016 (62.984.828) ha aumentado su votación en 12,2
puntos y 7,7 millones. El candidato del partido verde, Howie Hawkins, al que
apoyaban diferentes organizaciones de la izquierda socialista, se queda tan
solo con 349.470 votos, un 74,8% menos de lo que obtuvieron en las elecciones
de 2016 (1.457.218), y su peor votación desde 2008.
La irrupción de las masas es lo que ha
empujado a Trump fuera de la presidencia, y no la mediocre campaña de Biden
incapaz de socavar la base social de su contrincante
Estos resultados hay que mirarlos a través del prisma de una legislación
electoral antidemocrática, que incluye un colegio electoral que es el que decide
la elección del Presidente (no el sufragio universal directo), y que además
puede suprimir los derechos de millones de votantes, como sucede en numerosos
Estados con la mayoría de las personas encarceladas y con una parte
considerable de las personas excarceladas.
Si señalamos lo más sobresaliente de la campaña, Trump no se cansó de
insistir en sus soflamas más incendiarias contra el socialismo. Nunca se habían
pronunciado más las palabras socialista, extrema izquierda, comunismo… por boca
de un Presidente que aspiraba a la reelección. Trump acusó a Biden de ser igual
que Castro y Chávez, utilizó en numerosas ciudades el eslogan “contra el
socialismo vota Trump”, emplazó a sus seguidores a organizar la resistencia
armada contra la extrema izquierda y, finalmente, impugnó el recuento a las
pocas horas de haberse iniciado.
Nada de esto es casual. Trump, como han confirmado estas elecciones, no es
un aventurero sin perspectiva, ni un verso suelto que actúa motivado por
impulsos que requieren de atención profesional. Su aparente locura tiene una
lógica implacable. Su discurso refleja la descomposición de la sociedad
norteamericana y la desesperación de amplios sectores de la pequeña burguesía
que han perdido las certezas del pasado y son presas de un miedo histérico ante
un futuro incierto. Estos sectores, que tradicionalmente han tenido un peso
social formidable, no renuncian a un modo de vida que les ha granjeado grandes
privilegios, y miran con horror la escalada de la lucha de clases, el
crecimiento de la izquierda y la influencia de las ideas del socialismo entre
la juventud y los trabajadores. Estas capas han declarado la guerra al actual
estado de cosas y Trump les ha proporcionado una bandera por la que luchar.
En este magma social participan también millones de trabajadores atrasados,
desmovilizados y profundamente desmoralizados por la desindustrialización y el
desempleo crónico, los bajos salarios y la pérdida de un estatus que les
proporcionaba una estabilidad esfumada para siempre. Absolutamente escépticos
con lo que les ofrece el stablishment demócrata, han mantenido
su apoyo a Trump con la ilusión de que mejoraría la situación económica.
Este bloque inflamado por la desesperanza contrarrevolucionaria y el
resentimiento ha enseñado su puño. Son realmente una amenaza muy seria para los
derechos democráticos, económicos y sociales de los trabajadores, la juventud y
de todos los oprimidos que soportan una desigualdad lacerante. Pero este
bloque, que ha sido combatido en las calles en una lucha sin cuartel desde hace
cuatro años, sale finalmente derrotado a pesar de un sistema electoral
monopolizado por los dos grandes partidos de la clase dominante.
Las masas que se han levantado contra Trump no han tenido otra opción para
batirle en las urnas que recurrir a la herramienta disponible en este momento,
y mucho más después de que Bernie Sanders, al que millones de personas
respaldaron en las primarias demócratas, se retirara y capitulara ante el
aparato del partido. Sí, las masas en lucha han votado a Biden con la nariz
tapada para derrotar a Trump, pero no han depositado la menor confianza en sus
políticas. La mayoría sabía perfectamente que el candidato demócrata era parte
del problema, no de la solución.
Es más que evidente que la campaña de Biden no ha generado ilusión. Ha sido
un oponente mediocre que ha paseado su servilismo ante las grandes
corporaciones, negándose a incluir en su programa ninguna de las propuestas que
Bernie Sanders defendió durante las primarias. Esto es lo que explica que Trump
haya podido mantener intacta su potencia electoral o incluso reforzarla en
algunos estados.
El discurso de Trump refleja la
desesperación de amplios sectores de la pequeña burguesía presas de un miedo
histérico ante influencia de las ideas del socialismo entre la juventud y los
trabajadores
Una lucha de clases con rasgos
revolucionarios
Según revelan las encuestas, el 97% de los votantes de 2016 ha vuelto a
hacerlo cuatro años más tarde por el mismo partido. La prensa norteamericana
publicaba que el 82% de los que votaron por Biden piensan que “Trump
probablemente transformará su país en una dictadura” y el 90% de los votantes
de Trump que los demócratas quieren convertirlo en “un país socialista”.
La extrema polarización en las urnas refleja mucho más que el “simple”
apoyo a dos candidatos del sistema. Una lectura semejante, después de todo lo
que ha acontecido en estos cuatro años, además de sectaria enmascara la
realidad: las masas no han dejado de buscar un camino independiente en su
acción.
Las elecciones son una parte del conjunto de factores que miden la
temperatura del conflicto entre las clases, y teniendo en cuenta el carácter
antidemocrático del sistema electoral de los EEUU y la ausencia de un partido
de los trabajadores, la auténtica correlación de fuerzas y el enorme potencial
existente para cambiar la sociedad solo puede reflejarse de manera muy
distorsionada.
Lenin planteó la cuestión de este modo: “A un marxista no le cabe duda de
que la revolución es imposible sin una situación revolucionaria; pero no toda
situación revolucionaria desemboca en una revolución. ¿Cuáles son, en términos
generales, los síntomas de una situación revolucionaria? Seguramente no
incurriremos en un error si señalamos estos tres síntomas principales: 1) La
imposibilidad para las clases dominantes de mantener inmutable su dominación
(…) Para que estalle la revolución no suele bastar con que ‘los de abajo no
quieran’, sino que hace falta, además, ‘que los de arriba’ no puedan seguir
viviendo como hasta entonces. 2) Un agravamiento, fuera de lo común, de la
miseria y los sufrimientos de las clases oprimidas. 3) Una intensificación
considerable, por estas causas, de la actividad de las masas, que en tiempos de
‘paz’ se dejan expoliar tranquilamente, pero que en épocas turbulentas son
empujadas, tanto por toda la situación de crisis, como por los de ‘arriba’, a
una acción histórica independiente”.[1]
¿La situación objetiva en EEUU contiene elementos revolucionarios? La
respuesta es afirmativa. La catástrofe por la que atraviesan amplísimos
sectores de trabajadores afroamericanos y blancos, y también la juventud de las
capas medias empobrecidas, explica el carácter de la explosión social que hemos
vivido. El levantamiento popular que estalló tras la muerte de George Floyd,
con todo lo que puede tener de espontáneo, se ha ido incubando durante años de
desigualdad galopante, ataques a los derechos democráticos, brutalidad policial
y racismo sistémico. El movimiento se ha unificado apuntando directamente a la
oligarquía económica, al establishment político y al aparato del Estado.
Según The New York Times, más de 30
millones participaron en las manifestaciones que se sucedieron
ininterrumpidamente en cientos de ciudades de ese gigantesco país. ¡No hay nada
igual en la historia reciente!
Este abismo social es el combustible que ha inflamado la lucha de clases y
propulsado el giro a la izquierda. Esta dinámica ya se inició hace cuatro años,
cuando irrumpió la candidatura de Bernie Sanders y su discurso por una
“revolución política” contra el 1% de Wall Street, y se afirmó con la elección
de candidatos a la izquierda del aparato demócrata. Lo que realmente es asombroso,
y pocos lo han resaltado, es que a pesar de de la capitulación de Sanders el
movimiento continuó creando nuevos cauces para expresarse. El levantamiento
contra la violencia policial racista es mucho más que un fenómeno puntual.
Representa esa acción histórica independiente de las masas a la que se refería
Lenin.
Trump y el sector de la burguesía que lo respalda identificó correctamente
la esencia de los acontecimientos, y por eso desataron su hostilidad abierta
contra los impulsores de una lucha que empuja con fuerza la conciencia hacia
ideas socialistas. Frente a la política de la Casa Blanca, el aparato del
partido demócrata trató por todos los medios de encauzar la rebelión hacia el
terreno electoral vacitándola de contenido revolucionario y clasista. Sobre
estas bases lanzó a su candidato Joe Biden, consiguiendo además el apoyo de
Sanders para rodearle de una credibilidad de la que carece. Pero no engañaron a
millones de trabajadores y jóvenes, que saben perfectamente que el establishment demócrata
comparte el mismo punto de vista que los republicanos en los asuntos
fundamentales, tanto en la guerra comercial, en el rescate a la banca y Wall
Street o en su inexistente política social. Su voto no ha sido a favor de
Biden, sino contra Trump.
Sería un error hacer una lectura mecánica y reduccionista de los resultados
electorales. Cabe recordar que hace apenas unos meses, el presidente se
encerraba en el búnker de la Casa Blanca y llamó a disparar a los manifestantes
decretando el toque de queda. ¿Qué pasó entonces? A pesar de la violencia
policial y del despliegue la Guardia Nacional, el movimiento no se arredró,
todo lo contrario. Según las estimaciones que publicó The New
York Times, más de 30 millones participaron en las manifestaciones que se
sucedieron ininterrumpidamente en cientos de ciudades de ese gigantesco país.
¡No hay nada igual en la historia reciente!
¿Acaso se puede comparar la fuerza de este movimiento con las protestas
callejeras de la ultraderecha, de los proud boys y el resto de
grupos a los que Trump ha jaleado sin descanso? Por supuesto no queremos
infravalorar los peligros que representan estas organizaciones. Pero son mucho
más débiles que las masas en acción, sobre todo si estas se basan en el
programa del socialismo revolucionario.
Precisamente esta amenaza, percibida por millones de jóvenes, de mujeres,
de inmigrantes, de afroamericanos, de trabajadores y trabajadoras es lo que
explica que, a pesar de ser un candidato mediocre y estar completamente
desconectado de las aspiraciones radicales que esta lucha ha colocado en primer
plano, Biden haya logrado la mayor votación presidencial de la historia (y
Trump la mayor de un candidato derrotado).
La gran distorsión en EEUU es que no existe un partido independiente de la
clase trabajadora, y ese espacio quedó históricamente cautivo por los
demócratas. Aunque son un partido burgués, siempre cuidaron sus relaciones con
la burocracia sindical y la del movimiento comunitario y por los derechos
civiles, a fin de domesticarlos y asimilarlos a la política de colaboración de
clases. Dicho esto, la dialéctica del proceso de toma de conciencia y de la
organización obrera no se agota en este punto.
La brutal irrupción de Black Lives Matter y de la candidatura de Bernie
Sanders, o el crecimiento de los Socialistas Democráticos de América (DSA) que
se aproximan a los 70.000 adherentes, muestra que las condiciones para crear
ese partido de los trabajadores han madurado. La derrota de Trump lejos de
frenar este proceso lo alimentará.
Trump resiste con fuerza
Como hemos señalado, la polarización es un proceso objetivo que se expresa
en dos direcciones. La cúpula del partido demócrata confiaba en que se
beneficiarían de la inercia generada por las extraordinarias movilizaciones
contra el racismo, y de la terrorífica gestión que Trump ha hecho de la
pandemia. Igual que con Hillary Clinton hace cuatro años, esperaban una gran
oleada azul. Pero la campaña electoral de Biden lejos de herir al candidato
republicano le ha seguido entregando apoyos.
Trump resiste en muchas de las áreas deprimidas del famoso “Rust Belt”
(cinturón del óxido) del Medio Oeste, de composición mayoritariamente obrera.
Es cierto que Biden ha recuperado Michigan, Wisconsin y Pennsylvania por la
mínima, pero se aleja de las grandes mayorías demócratas del pasado y sigue
cediendo Ohio a los republicanos.
Algunos analistas han destacado que Trump obtiene los mejores resultados de
un candidato republicano entre la población afroamericana, pero el crecimiento
de su apoyo es limitado y sería una exageración considerarlo un fenómeno de
fondo. En todo caso sus mejores marcas entre estos sectores se explican por
razones similares a las de las capas más atrasadas y desmovilizadas de los
trabajadores: la ilusión de que con Trump la situación económica puede mejorar
con más rapidez. De todas formas los ejemplos en sentido contrario son
abrumadoramente numerosos y relevantes, como la mayoría aplastante contra Trump
en Clayton, el suburbio afroamericano de Atlanta que ha sido decisivo para dar
a los demócratas su primer triunfo en Georgia en 24 años.
Se ha especulado también mucho sobre los votos latinos, pero los análisis
más serios muestran una escisión en líneas de clase. En Florida las encuestas
pronosticaban una batalla reñida entre los dos candidatos, pero la balanza se
inclinó decisivamente para Trump cuando en el condado de Miami-Dade la
diferencia de casi 30 puntos que en 2016 logró Hillary Clinton, se redujo para
Biden a poco más de 7. Ese resultado fue clave para que los 29 votos del
Colegio Electoral de Florida se fueran a la cuenta de Trump. Según la encuesta
que realizó a pie de urna la cadena NBC News, Trump ganó la mayoría del voto
cubano, venezolano y colombiano de Miami tras una campaña centrada en denunciar
a Biden como socialista. Incluso este hecho no puede ocultar que los votantes
de Florida hayan aprobado una resolución para aumentar el salario mínimo a 15
dólares la hora.
El voto de la clase trabajadora latina más humilde, empleada en tareas
domésticas, hostelería o en las grandes explotaciones agrícolas, explica el
vuelco histórico en Arizona y el significativo retroceso republicano en Texas,
aunque es cierto que el candidato democrata ha perdido un poco de terreno en
algunos condados de mayoría latina en Nuevo México y California en relación a
las grandes diferencias que logró Clinton en 2016.
Lo fundamental, como han señalado los sondeos a pie de urna de Edison
Research, es que la base electoral de Trump apenas ha cambiado desde 2016.
Obtiene sus mayores apoyos de hombres blancos, de más de 65, rentas altas
—superiores a 100.000 dólares anuales—, en zonas rurales, que se declaran
católicos, protestantes o evangélicos. Este sector de clase media ha entendido
a la perfección su mensaje durante la pandemia: la economía está por encima de
la vida y la salud de los trabajadores. Por eso, aunque las cifras de víctimas
del coronavirus superen los 240.000 y sean más de 5 millones los contagiados,
las fuentes de ingresos de estos sectores han pesado decisivamente en su voto.
Millones de pequeño burgueses, y en EEUU hay muchos, han girado hacia la
extrema derecha aterrorizados por el cambio de época que viven, porque sienten
que sus privilegios están amenazados por una movilización social que logra
conquistas como el salario mínimo de 15 dólares la hora, construye sindicatos y
organizaciones sociales combativas contra el ideario reaccionario, machista y
racista que siempre ha imperado entre los pequeños y medianos propietarios.
Trump consolida una base firme entre estas capas acomodadas, llamadas a rebato
en estos comicios como si les fuera la vida en ello, y entre sectores de la
clase obrera blanca del interior del país muy golpeadas por la crisis.
Presentándose a la vez como una garantía de supervivencia frente a la
amenaza interior y exterior, ¡contra China, América primero!, ha movilizado
reservas sociales considerables, pero ha sido incapaz de poner freno a la
decadencia del capitalismo estadounidense, traer las fábricas a casa o doblegar
el poderío tecnológico y productivo chino. Su demagogia se dirige contra
el establishment político o los medios de comunicación, pero
la oligarquía financiera se ha enriquecido mucho más bajo su mandato.
Una crisis profunda de la democracia
burguesa
El candidato republicano ha jugado con fuego al agitar un discurso
extremadamente reaccionario y espolear conscientemente la polarización. Pero no
es más que la expresión de un fenómeno objetivo, que refleja un cambio político
profundo. La burguesía estadounidense se encuentra dividida sobre la forma de
proteger sus intereses, sobre el mejor modo de asegurar su dominación de clase.
Ahora que Biden ha triunfado, incluso dentro de los republicanos se alzan voces
que piden respeto a las instituciones y la vuelta a un entendimiento que pueda
“coser las heridas de un país dividido”.
Trump sigue en sus trece denunciando el carácter ilegítimo del recuento y
prometiendo recurrir a los tribunales para impugnar el resultado. Pero no
parece que vaya a prosperar en sus maniobras. Incluso sectores que han estado con
él en estos cuatro años dando pábulo a todas sus ocurrencias y apuntalando sus
excesos, como la cadena de televisión Fox, han rechazado las acusaciones de
fraude, aunque es evidente que la burguesía norteamericana no hace ascos a este
recurso como se demostró en las elecciones robadas a Al Gore en 2000, cuando
los tribunales pararon el recuento en Florida y dieron la victoria a George W.
Bush.
Ahora el contexto es muy diferente. Si respaldan a Trump en su denuncia y
paralizan el funcionamiento del sistema electoral, la crisis que sufre la
democracia burguesa en EEUU entraría en una fase de caos descontrolado. Las
masas no aceptarían algo semejante. Las movilizaciones desatadas tras el
asesinato de George Floyd podrían palidecer. El movimiento volvería a escena,
no para cantar parabienes a Biden, sino para enfrentarse a Trump y a todo lo
que representa con una determinación extraordinaria. Sería una segunda vuelta
en las calles que muy pocos quieren.
Trump sigue en sus trece denunciando el
carácter ilegítimo del recuento y prometiendo recurrir a los tribunales para
impugnar el resultado. Las masas no aceptarían algo semejante
Desde el punto de vista de los intereses a corto plazo de la clase
dominante se impone volver a la normalidad, lograr estabilidad y “consenso”
para enfrentar un periodo impredecible, a tenor de las dimensiones de la crisis
mundial. Dentro del partido republicano ya han salido personalidades acusando
el miedo a despertar nuevamente un tsunami social. Cuando tres cadenas de
televisión cortaban la emisión del discurso del presidente en directo, lo
hacían siguiendo instrucciones muy precisas. ¡Poner en duda el sistema
electoral, las instituciones y la “democracia al estilo americano” no favorece
a Wall Street!
La voz de los grandes capitalistas a los que representa el aparato
demócrata trata de capear el temporal y calmar los ánimos a marchas forzadas,
mandando los mensajes más conciliadores: nuestra democracia es fuerte, nuestras
instituciones funcionan. El problema para ellos es que el partido republicano
se ha fusionado con Trump, o mejor dicho, el trumpismo se ha convertido en la
base social y electoral del partido republicano y, lejos de entrar en declive,
ha demostrado su consistencia.
El futuro inmediato, por tanto, se presenta complicado para la clase
dominante. Todos los factores que han dado lugar a esta polarización extrema no
solo no han desaparecido, se van a recrudecer. Las divisiones y la tensión
social no se evaporarán porque expresan la profunda crisis de la forma de
dominación capitalista que azota a la primera potencia mundial, pero que se
extiende también a otras naciones. La burguesía lucha por mantener el control
de la situación, cuando los elementos en los que se han basado para hacerlo
pacíficamente durante muchas décadas están seriamente cuestionados y no sirven
como antaño. Es el fruto de la decadencia de un sistema enfermo y
gangrenado.
Preparar las fuerzas para nuevos combates.
Por un partido de los trabajadores con un programa socialista
La legislatura para el candidato más votado de la historia será mucho más
parecida a una pesadilla que a un camino de rosas.
Cuando Barack Obama asumió la presidencia en 2008, en pleno estallido de la
crisis financiera, sí existía una enorme confianza en él. En aquel momento
había superado por más de 10 millones de votos al republicano John McCain (69,5
millones frente a 59,9 millones), pero sus ocho años en la Casa Blanca
supusieron una tremenda frustración por la marcha atrás en las principales
reformas que había anunciado, especialmente las referidas a una sanidad pública
universal y a la lucha contra el racismo sistémico. En las elecciones de 2012
fue reelegido, pero se dejó en el camino cerca de 4 millones de votos.
La administración Obama sembró el terreno para dos grandes acontecimientos:
la impresionante campaña de Bernie Sanders durante las primarias demócratas en
2016 y su “revolución política contra el 1% de Wall Street”, y dejar una
herencia envenenada que llevó a la candidata Hillary Clinton a perder las
elecciones frente a Trump.
Las cosas ahora son muy diferentes a 2008. La nueva recesión mundial tendrá
efectos más calamitosos sobre la economía estadounidense, y agudizará aún más
la guerra con China. La destrucción de los servicios públicos en EEUU, la
pobreza y la desigualdad es mucho mayor que hace doce años. Biden no tiene ni
la credibilidad ni la popularidad de Obama. Es un líder decrépito al que le han
colocado al lado una figura como Kamala Harris, de cara a prepararla para las
presidenciales de 2024 y mantener el guiño hacia la comunidad afroamericana.
Ambos pretenden continuar con las políticas capitalistas evitando nuevos estallidos
e intentando coser las costuras sociales desgarradas, pero eso es algo más que
improbable en las actuales circunstancias.
Al referirse a la crisis económica de 1929 Trotsky escribió: “En un
organismo con la sangre envenenada, cualquier pequeña enfermedad tiende a
cronificarse; en el organismo podrido del capitalismo monopolístico, las crisis
asumen una forma particularmente maligna”. Estas palabras se aplican
perfectamente al momento actual en EEUU.
La revista Forbes señala que hay 607 plutócratas norteamericanos con una
fortuna personal superior a los mil millones de dólares (925 millones de
euros), y según datos del Institute for Policy Studies, con sede en Washington
DC, en las tres semanas de mayor incidencia de la pandemia, del 18 de marzo al
10 de abril de 2020, estos milmillonarios incrementaron su patrimonio en
282.000 millones de dólares. En ese mismo periodo 22 millones de
estadounidenses se apuntaban a las listas del desempleo.
¿Acaso Biden dará marcha atrás en este estado de cosas? Por supuesto que
no. La pandemia de la COVID19 además de costar ya más muertes estadounidenses
que la Segunda Guerra Mundial y la de Vietnam juntas, ha dejado imágenes
insólitas para el país más rico del mundo, como las colas del hambre o los
entierros en zanjas de los parques públicos. Pero Biden miró para otro lado y
criticó con la boca pequeña a Trump por su gestión sanitaria, sin cuestionar
las bases objetivas que han desencadenado esta matanza. Ciertamente la
pauperización de la clase trabajadora y de amplios sectores de las capas medias
no empieza con Trump, es un legado transmitido por las anteriores
administraciones demócratas y republicanas.
Biden continuará ayudando a manos llenas a los grandes monopolios,
aprobando los planes de “rescate” y la compra de deuda corporativa que sea
necesaria para sostener sus cuentas de resultados, exactamente igual que hizo
Obama. Y se olvidará por completo de los millones que le han dado la
presidencia. El futuro inquilino de la Casa Blanca ha dejado claro cuales serán
sus prioridades: alentará la guerra comercial con China manoseando el
nacionalismo económico, igual que Trump, para desviar la atención de los graves
problemas domésticos que se acumulan. No llevará a cabo ninguna depuración ni
desfinanciación de la policía racista, y no tocará los negocios
multimillonarios de la sanidad privada salvo que la lucha de masas lo obligue.
Tampoco acabará con una deuda estudiantil universitaria que supera 1,5 billones
de dólares, ni con la degradación de la enseñanza pública o la falta de
vivienda digna y asequible. En cuanto al racismo se limitará a nuevos brindis
al sol, pero mantendrá a los trabajadores y la juventud afroamericana bajo las
mismas condiciones de desigualdad.
Por tanto, la pregunta que se pone sobre la mesa ahora es cómo avanzar
después de la derrota de Trump. El giro a la izquierda en amplias capas de la
sociedad norteamericana está fuera de discusión, pero la ausencia de una
organización política de la clase trabajadora y la juventud es un obstáculo
para que ese potencial transformador se concrete en una alternativa
anticapitalista de masas.
La experiencia ya ha mostrado que el partido demócrata ni ha sido ni será
la herramienta que necesitamos para esta batalla. Es un instrumento de la
burguesía, está a su servicio y, por tanto, no sirve para derrotar los recortes
sociales, el racismo o la violencia policial. Pensar que trabajando dentro del
partido demócrata es posible acumular las fuerzas necesarias para levantar un
partido de los trabajadores es una utopía reaccionaria. Las lecciones de la
candidatura de Bernie Sanders han sido concluyentes sobre este asunto. La
cuestión es que, a diferencia de Sanders, que ha malogrado el enorme apoyo que
cosechó negándose a construir una organización independiente, la izquierda organizada
sí puede dar pasos adelante consistentes para aglutinar a millones de
trabajadores y jóvenes. La tarea no se presenta sencilla, pero derrotar a Trump
tampoco lo era.
La irrupción de Black Lives Matter y de la
candidatura de Bernie Sanders, o el crecimiento del DSA que se aproximan a los
70.000 adherentes, muestra que hay condiciones para crear ese partido
En esta estrategia se necesita abandonar el cretinismo parlamentario y
entender las limitaciones del terreno electoral. Un partido de los trabajadores
y la juventud no renunciará jamás a participar en los comicios locales o
generales, peleando por utilizarlos como una tribuna para la propaganda y la
organización. Pero no se trata de crear una maquinaria electoral sino de
construir un partido para la lucha de clases, enraizado en los barrios,
empresas, fábricas y centros de estudio, en el movimiento obrero y sindical, en
las movilizaciones vecinales y comunitarias, en las organizaciones
antirracistas, en el movimiento feminista…, y hacerlo defendiendo un programa
de clase, socialista e internacionalista para dar respuesta, y también
victorias, a las aspiraciones de millones.
Una alternativa así podría arrancar del discurso demagógico de Trump a
sectores de las capas medias y de la clase trabajadora que hoy se encuentran en
la trinchera equivocada por pura desesperación y porque nadie les ofrece una
vía para resolver sus problemas inaplazables. Las condiciones para recorrer
este camino son evidentes gracias a la lucha de estos años. El movimiento de
apoyo a Bernie Sanders dejó claro que una alternativa así era perfectamente
posible, y lo mismo pone de manifiesto el crecimiento en militancia e
influencia del DSA.
Los asesores de Biden ya se han lanzado a tumba abierta a proclamar una
nueva era de “unidad nacional”, y contarán con un potente eco en los medios de
comunicación, incluido sectores del republicanismo más tradicional. Pero la
cruda realidad de la crisis dejará en evidencia este señuelo y continuará
agitando la conciencia de millones, que avanzarán más en sus conclusiones
políticas.
Nada es automático en la lucha de clases. EEUU ha entrado en un periodo
convulso y la tarea de las corrientes y organizaciones que se reclaman de la
izquierda revolucionaria no es lamentarse de las oportunidades pérdidas, ni
adoptar mensajes y enfoques sectarios que los alejen de los activistas. Es
necesario establecer un lenguaje común con los millones que se han movilizado
en las calles y en las urnas, para elevar su comprensión de las tareas del momento
y la necesidad de forjar una organización marxista revolucionaria.
Todo lo que ocurre en la primera potencia mundial tiene consecuencias
inmediatas en el resto del mundo. La derrota de Trump envía muy malas noticias
a Bolsonaro en Brasil, a Salvini en Italia, a Johnson en Gran Bretaña, a
Alternativa por Alemania o a la ultraderecha de Vox. Pero la amenaza del
trumpismo sigue viva y puede rebrotar incluso con más fuerza en el futuro, pues
se alimenta de la crisis orgánica del capitalismo.
La tarea más importante de nuestra clase en este período es prepararnos
para esta batalla, y hacerlo pasa por construir la alternativa revolucionaria
que los oprimidos de EEUU y del mundo entero necesitamos para vencer.
Fuente: PRENSA OBRERA “EL MILITANTE” Nº 351 (NOVIEMBRE/DICIEMBRE 2020)Páginas: contraportada + 8 y 9).
HILLARY |
TRUMP16 |
BIDEN20 |
TRUMP20 |
|
Alabama |
34,36% |
62,08% |
37,00% |
62,00% |
Alaska |
36,55% |
51,28% |
33,00% |
63,00% |
Arizona |
45,13% |
48,67% |
50,00% |
49,00% |
Arkansas |
33,65% |
60,57% |
35,00% |
63,00% |
California |
61,73% |
31,62% |
65,00% |
33,00% |
Colorado |
48,16% |
43,25% |
55,00% |
42,00% |
Connecticut |
54,57% |
40,93% |
59,00% |
39,00% |
Delaware |
53,09% |
41,72% |
59,00% |
40,00% |
District of Columbia |
90,48% |
4,07% |
93,00% |
5,00% |
Florida |
47,82% |
49,02% |
48,00% |
51,00% |
Georgia |
45,64% |
50,77% |
50,00% |
49,00% |
Hawaii |
62,22% |
30,03% |
64,00% |
34,00% |
Idaho |
27,49% |
59,26% |
33,00% |
64,00% |
Illinois |
55,83% |
38,76% |
55,00% |
43,00% |
Indiana |
37,91% |
56,82% |
41,00% |
57,00% |
Iowa |
41,74% |
51,15% |
45,00% |
53,00% |
Kansas |
36,05% |
56,65% |
41,00% |
57,00% |
Kentucky |
32,68% |
62,52% |
36,00% |
62,00% |
Louisiana |
38,45% |
58,09% |
40,00% |
59,00% |
Maine |
47,83% |
44,87% |
54,00% |
43,00% |
Maryland |
60,33% |
33,91% |
63,00% |
35,00% |
Massachusetts |
60,01% |
32,81% |
65,00% |
33,00% |
Michigan |
47,27% |
47,50% |
51,00% |
48,00% |
Minnesota |
46,44% |
44,92% |
53,00% |
45,00% |
Mississippi |
40,11% |
57,94% |
39,00% |
60,00% |
Missouri |
38,14% |
56,77% |
41,00% |
57,00% |
Montana |
35,75% |
56,17% |
40,00% |
57,00% |
Nebraska |
33,70% |
58,75% |
39,00% |
59,00% |
Nevada |
47,92% |
45,00% |
50,00% |
48,00% |
New Hampshire |
46,98% |
46,61% |
53,00% |
46,00% |
New Jersey |
55,45% |
41,35% |
58,00% |
40,00% |
New Mexico |
48,26% |
40,04% |
54,00% |
44,00% |
New York |
59,01% |
36,52% |
58,00% |
40,00% |
North Carolina |
46,17% |
49,83% |
49,00% |
50,00% |
North Dakota |
27,23% |
62,96% |
32,00% |
65,00% |
Ohio |
43,56% |
51,69% |
45,00% |
53,00% |
Oklahoma |
28,93% |
65,32% |
32,00% |
65,00% |
Oregon |
50,07% |
39,09% |
56,00% |
40,00% |
Pennsylvania |
47,46% |
48,18% |
50,00% |
49,00% |
Rhode Island |
54,41% |
38,90% |
59,00% |
39,00% |
South Carolina |
40,67% |
54,94% |
43,00% |
55,00% |
South Dakota |
31,74% |
61,53% |
36,00% |
62,00% |
Tennessee |
34,72% |
60,72% |
37,00% |
61,00% |
Texas |
43,24% |
52,23% |
46,00% |
52,00% |
Utah |
27,46% |
45,54% |
37,00% |
59,00% |
Vermont |
56,68% |
30,27% |
65,00% |
32,00% |
Virginia |
49,73% |
44,41% |
54,00% |
44,00% |
Washington |
52,54% |
36,83% |
59,00% |
39,00% |
West Virginia |
26,43% |
68,50% |
30,00% |
68,00% |
Wisconsin |
46,45% |
47,22% |
49,00% |
49,00% |
Wyoming |
21,63% |
67,40% |
27,00% |
70,00% |
U.S. Total |
48,18% |
46,09% |
50,60% |
47,70% |
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