“Cuando
nos paramos a pensar sobre la naturaleza, sobre la historia humana, o sobre
nuestra propia actividad espiritual, nos encontramos de primera intención con
la imagen de una trama infinita de concatenaciones y mutuas influencias, en la
que nada permanece en lo que era, ni cómo y dónde era, sino que todo se mueve y
cambia, nace y perece.
Vemos,
pues, ante todo, la imagen de conjunto, en la que los detalles pasan todavía más
o menos a segundo plano; nos fijamos más en el movimiento, en las transiciones,
en la concatenación, que en lo que se mueve, cambia y se concatena.
Esta
concepción del mundo, primitiva, ingenua, pero esencialmente justa, es la de
los antiguos filósofos griegos, y aparece expresada claramente por vez primera
en Heráclito: todo es y no es, pues todo fluye, todo se halla
sujeto a un proceso constante de transformación, de incesante nacimiento y
caducidad.
Pero esta
concepción, por exactamente que refleje el carácter general del cuadro que nos
ofrecen los fenómenos, no basta para explicar los elementos aislados que forman
ese cuadro total; sin conocerlos, la imagen general no adquirirá tampoco un
sentido claro.
Para
penetrar en estos detalles tenemos que desgajarlos de su entronque histórico o
natural e investigarlos por separado, cada uno de por sí, en su carácter,
causas y efectos especiales, etc. Tal es la misión primordial de las ciencias
naturales y de la historia, ramas de investigación que los griegos clásicos
situaban, por razones muy justificadas, en un plano puramente secundario, pues
primeramente debían dedicarse a acumular los materiales científicos necesarios.
Mientras
no se reúne una cierta cantidad de materiales naturales e históricos, no puede
acometerse el examen crítico, la comparación y, congruentemente, la división en
clases, órdenes y especies. Por eso, los rudimentos de las ciencias naturales
exactas no fueron desarrollados hasta llegar a los griegos del período
alejandrino y más tarde, en la Edad Media, por los árabes; la auténtica ciencia
de la naturaleza sólo data de la segunda mitad del siglo XV, y, a partir de
entonces, no ha hecho más que progresar constantemente con ritmo acelerado.
El
análisis de la naturaleza en sus diferentes partes, la clasificación de los
diversos procesos y objetos naturales en determinadas categorías, la
investigación interna de los cuerpos orgánicos según su diversa estructura
anatómica, fueron otras tantas condiciones fundamentales a que obedecieron los
progresos gigantescos realizados durante los últimos cuatrocientos años en el
conocimiento científico de la naturaleza.
Pero este método de investigación nos ha
legado, a la par, el hábito de enfocar las cosas y los procesos de la
naturaleza aisladamente, sustraídos a la concatenación del gran todo; por
tanto, no en su dinámica, sino enfocados estáticamente. No como sustancialmente
variables, sino como consistencias fijas; no en su vida, sino en su muerte. Por
eso este método de observación, al trasplantarse, con Bacon y Locke, de las
ciencias naturales a la filosofía, provocó la estrechez específica
característica de estos últimos siglos: el método metafísico de pensamiento.
Para el
metafísico, las cosas y sus imágenes en el pensamiento, los conceptos, son
objetos de investigación aislados, fijos, rígidos, enfocados uno tras otro,
cada cual de por sí, como algo dado y perenne. Piensa sólo en antítesis sin
mediatividad posible; para él, una de dos: sí, sí; no, no; porque lo que va más
allá de esto, de mal procede. Para él, una cosa existe o no existe; un objeto
no puede ser al mismo tiempo lo que es y otro distinto.
Lo
positivo y lo negativo se excluyen en absoluto. La causa y el efecto revisten
asimismo a sus ojos, la forma de una rígida antítesis. A primera vista, este
método discursivo nos parece extraordinariamente razonable, porque es el del
llamado sentido común.
Pero el
mismo sentido común, personaje muy respetable de puertas adentro, entre las
cuatro paredes de su casa, vive peripecias verdaderamente maravillosas en
cuanto se aventura por los anchos campos de la investigación; y el método
metafísico de pensar, por muy justificado y hasta por necesario que sea en
muchas zonas del pensamiento, más o menos extensas según la naturaleza del
objeto de que se trate, tropieza siempre, tarde o temprano, con una barrera
franqueada, la cual se torna en un método unilateral, limitado, abstracto, y se
pierde en insolubles contradicciones, pues, absorbido por los objetos
concretos, no alcanza a ver su concatenación; preocupado con su existencia, no
para mientes en su génesis ni en su caducidad; concentrado en su estatismo, no
advierte su dinámica; obsesionado por los árboles, no alcanza a ver el bosque.
En la
realidad de cada día sabemos, por ejemplo, y podemos decir con toda certeza si
un animal existe o no; pero, investigando la cosa con más detención, nos damos
cuenta de que a veces el problema se complica considerablemente, como lo saben
muy bien los juristas, que tanto y tan en vano se han atormentado por descubrir
un límite racional a partir del cual deba la muerte del niño en el claustro
materno considerarse como un asesinato; ni es fácil tampoco determinar con
fijeza el momento de la muerte, toda vez que la fisiología ha demostrado que la
muerte no es un fenómeno repentino, instantáneo, sino un proceso muy largo.
Del mismo
modo, todo ser orgánico es, en todo instante, él mismo y otro; en todo instante
va asimilando materias absorbidas del exterior y eliminando otras de su seno;
en todo instante, en su organismo mueren unas células y nacen otras; y, en el
transcurso de un período más o menos largo, la materia de que está formado se
renueva totalmente, y nuevos átomos de materia vienen a ocupar el lugar de los
antiguos, por donde todo ser orgánico es, al mismo tiempo, el que es y otro
distinto.
Asimismo,
nos encontramos, observando las cosas detenidamente, con que los dos polos de
una antítesis, el positivo y el negativo, son tan inseparables como antitéticos
el uno del otro y que, pese a todo su antagonismo, se penetran
recíprocamente; y vemos que la causa y el efecto son representaciones que sólo
rigen como tales en su aplicación al caso concreto, pero, que, examinando el
caso concreto en su concatenación con la imagen total del Universo, se juntan y
se diluyen en la idea de una trama universal de acciones y reacciones, en que
las causas y los efectos cambian constantemente de sitio y en que lo que ahora
o aquí es efecto, adquiere luego o allí carácter de causa y viceversa.
Ninguno de estos
fenómenos y métodos discursivos encaja en el cuadro de las especulaciones metafísicas. En cambio,
para la dialéctica, que enfoca las cosas y sus imágenes conceptuales
substancialmente en sus conexiones, en su concatenación, en su dinámica, en su
proceso de génesis y caducidad, fenómenos como los expuestos no son más que
otras tantas confirmaciones de su modo genuino de proceder.
La naturaleza es la
piedra de toque de la dialéctica, y las modernas ciencias naturales nos brindan
para esta prueba un acervo de datos extraordinariamente copiosos y enriquecidos
con cada día que pasa, demostrando con ello que la naturaleza se mueve, en
última instancia, por los cauces dialécticos y no por los carriles metafísicos,
que no se mueve en la eterna monotonía de un ciclo constantemente repetido,
sino que recorre una verdadera historia.
Aquí hay que citar en
primer término a Darwin, quien, con su prueba de que toda la naturaleza
orgánica existente, plantas y animales, y entre ellos, como es lógico, el
hombre, es producto de un proceso de desarrollo que dura millones de años, ha
asestado a la concepción metafísica de la naturaleza el más rudo golpe.
Pero, hasta hoy, los
naturalistas que han sabido pensar dialécticamente pueden contarse con los dedos,
y este conflicto entre los resultados descubiertos y el método discursivo
tradicional pone al desnudo la ilimitada confusión que reina hoy en las
ciencias naturales teóricas y que constituye la desesperación de maestros y
discípulos, de autores y lectores.
Sólo siguiendo la senda
dialéctica, no perdiendo jamás de vista las innumerables acciones y reacciones
generales del devenir y del perecer, de los cambios de avance y de retroceso, llegamos a una concepción exacta del Universo,
de su desarrollo y del desarrollo de la humanidad, así como de la imagen
proyectada por ese desarrollo en las cabezas de los hombres.
Y éste fue, en efecto,
el sentido en que empezó a trabajar, desde el primer momento, la moderna
filosofía alemana. Kant comenzó su carrera de filósofo disolviendo el sistema
solar estable de Newton y su duración eterna -después de recibido el famoso
primer impulso- en un proceso histórico: en el nacimiento del Sol y de todos
los planetas a partir de una masa nebulosa en rotación.
De aquí, dedujo ya la
conclusión de que este origen implicaba también, necesariamente, la muerte
futura del sistema solar. Medio siglo después, su teoría fue confirmada
matemáticamente por Laplace, y, al cabo de otro medio siglo, el espectroscopio
ha venido a demostrar la existencia en el espacio de esas masas ígneas de gas,
en diferente grado de condensación.
La filosofía alemana moderna encontró su remate en el sistema de
Hegel, en el que por vez primera -y ése es su gran mérito- se concibe todo el
mundo de la naturaleza, de la historia y del espíritu como un proceso, es
decir, en constante movimiento, cambio,
transformación y desarrollo y se intenta además poner de relieve la íntima
conexión que preside este proceso de movimiento y desarrollo…/…
(Continuará con la parte 2)
(Extracto
del libro de Federico Engels, titulado “DEL SOCIALISMO UTÓPICO AL SOCIALISMO
CIENTÍFICO”).
Para
recibir información o adquirir el libro, pueden dirigirse al siguiente correo: contacto@fundacionfedericoengels.net
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