Recomendable leer antes la parte 1 anterior en este mismo blog)
…/…Contemplada desde este punto de vista, la historia de la
humanidad no aparecía ya como un caos árido de violencias absurdas, igualmente condenables
todas ante el fuero de la razón filosófica hoy ya madura, y buenas para ser
olvidadas cuanto antes, sino como el proceso de desarrollo de la propia
humanidad, que al pensamiento incumbía ahora seguir en sus etapas graduales y a
través de todos los extravíos, y demostrar la existencia de leyes internas que
guían todo aquello que a primera vista pudiera creerse obra del ciego azar.
No importa que el sistema de Hegel no resolviese el problema que
se planteaba. Su mérito, que sentó época, consistió en haberlo planteado.
Porque se trata de un problema que ningún hombre solo puede resolver. Y aunque
Hegel era, con Saint-Simon, la cabeza más universal de su tiempo, su horizonte
hallábase circunscrito, en primer lugar, por la limitación inevitable de sus
propios conocimientos, y, en segundo lugar, por los conocimientos y
concepciones de su época, limitados también en extensión y profundidad.
A esto hay que añadir una tercera circunstancia, Hegel era
idealista; es decir, que para él las ideas de su cabeza no eran imágenes más o
menos abstractas de los objetos y fenómenos de la realidad, sino que estas
cosas y su desarrollo se le antojaban, por el contrario, proyecciones
realizadas de la «Idea», que ya existía no se sabe cómo, antes de que existiese
el mundo.
Así, todo quedaba cabeza abajo, y se volvía completamente del
revés la concatenación real del Universo. Y por exactas y aún geniales que
fuesen no pocas de las conexiones concretas concebidas por Hegel, era
inevitable, por las razones a que acabamos de aludir, que muchos de sus detalles
tuviesen un carácter amañado artificioso, construido; falso, en una palabra.
El sistema de Hegel fue un aborto gigantesco, pero el último de su
género. En efecto, seguía adoleciendo de una contradicción íntima incurable;
pues, mientras de una parte arrancaba como supuesto esencial de la concepción
histórica, según la cual la historia humana es un proceso de desarrollo que no
puede, por su naturaleza, encontrar remate intelectual en el descubrimiento de
eso que llaman verdad absoluta, de la otra se nos presenta precisamente como
suma y compendio de esa verdad absoluta.
Un sistema universal y definitivamente plasmado del conocimiento
de la naturaleza y de la historia, es incompatible con las leyes fundamentales
del pensamiento dialéctico; lo cual no excluye, sino que, lejos de ello, implica que el conocimiento
sistemático del mundo exterior en su totalidad pueda progresar gigantescamente
de generación en generación.
La conciencia de la total inversión en que incurría el idealismo
alemán, llevó necesariamente al materialismo; pero, adviértase bien, no a aquel
materialismo puramente metafísico y
exclusivamente mecánico del siglo XVIII.
En oposición a la simple repulsa, ingenuamente revolucionaria, de
toda la historia anterior, el materialismo moderno ve en la historia el proceso
de desarrollo de la humanidad, cuyas leyes dinámicas es misión suya descubrir.
Contrariamente a la idea de la naturaleza que imperaba en los
franceses del siglo XVIII, al igual que en Hegel, y en la que ésta se concebía
como un todo permanente e invariable, que se movía dentro de ciclos cortos, con
cuerpos celestes eternos, tal y como se
los representaba Newton, y con especies invariables de seres orgánicos, como
enseñara Linneo, el materialismo moderno resume y compendia los nuevos
progresos de las ciencias naturales, según los cuales la naturaleza tiene
también su historia en el tiempo, y los mundos, así como las especies orgánicas
que en condiciones propicias los habitan, nacen y mueren, y los ciclos, en el
grado en que son admisibles, revisten dimensiones infinitamente más grandiosas.
Tanto en uno como en otro caso, el materialismo moderno es
substancialmente dialéctico y no necesita ya de una filosofía que se halla por
encima de las demás ciencias. Desde el momento en que cada ciencia tiene que
rendir cuentas de la posición que ocupa en el cuadro universal de las cosas y
del conocimiento de éstas, no hay ya margen para una ciencia especialmente
consagrada a estudiar las concatenaciones universales.
Todo lo que queda en pie de la anterior filosofía, con existencia
propia, es la teoría del pensar y de sus leyes: la lógica formal y la
dialéctica. Lo demás se disuelve en la ciencia positiva de la naturaleza y de
la historia.
Sin embargo, mientras que esta revolución en la concepción de la
naturaleza sólo había podido imponerse en la medida en que la investigación
suministraba a la ciencia los materiales positivos correspondientes, hacía ya mucho
tiempo que se habían revelado ciertos hechos históricos que imprimieron un
viraje decisivo al modo de enfocar la historia.
En 1831, estalla en Lyon la primera insurrección obrera, y de 1838
a 1842 alcanza su apogeo el primer movimiento obrero nacional: el de los
cartistas ingleses.
La lucha de clases entre el proletariado y la burguesía pasó a
ocupar el primer plano de la historia de los países europeos más avanzados, al
mismo ritmo con que se desarrollaba en
ellos, por una parte, la gran industria, y por otra, la dominación política recién
conquistada de la burguesía.
Los hechos venían a dar un mentís cada vez más rotundo a las
doctrinas económicas burguesas de la identidad de intereses entre el capital y
el trabajo y de la armonía universal y el bienestar general de las naciones,
como fruto de la libre concurrencia.
No había manera de pasar por alto estos hechos, ni era tampoco
posible ignorar el socialismo francés e inglés, expresión teórica suya, por muy
imperfecta que fuese.
Pero la vieja concepción idealista de la historia, que aún no
había sido desplazada, no conocía luchas de clases basadas en intereses
materiales, ni conocía intereses materiales de ningún género; para ella, la
producción, al igual que todas las relaciones económicas, sólo existía
accesoriamente, como un elemento secundario dentro de la «historia cultural».
Los nuevos hechos obligaron a someter toda la historia anterior a
nuevas investigaciones, entonces se vio que, con excepción del estado
primitivo, toda la historia anterior había sido la historia de
las luchas de clases, y que estas clases sociales pugnantes entre sí eran en
todas las épocas fruto de las relaciones de producción y de cambio, es decir,
de las relaciones económicas de su época: que la estructura
económica de la sociedad en cada época de la historia constituye, por tanto, la
base real cuyas propiedades explican en última instancia, toda la
superestructura integrada por las instituciones jurídicas y políticas, así como
por la ideología religiosa, filosófica, etc., de cada período histórico.
Hegel había liberado a la concepción de la historia de la
metafísica, la había hecho dialéctica; pero su interpretación de la historia
era esencialmente idealista. Ahora, el idealismo quedaba desahuciado de su
último reducto, de la concepción de la historia, sustituyéndolo una concepción
materialista de la historia, con lo que se abría el camino para explicar la
conciencia del hombre por su existencia, y no ésta por su conciencia, que hasta
entonces era lo tradicional.
De este modo el socialismo no aparecía ya como el descubrimiento
casual de tal o cual intelecto de genio, sino como el producto necesario de la
lucha entre dos clases formadas históricamente: el proletariado y la burguesía.
Su misión ya no era elaborar un sistema lo más perfecto posible de
sociedad, sino investigar el proceso histórico económico del que forzosamente tenían que brotar estas clases y su conflicto,
descubriendo los medios para la solución de éste en la situación económica así
creada.
Pero el socialismo tradicional era incompatible con esta nueva concepción
materialista de la historia, ni más ni menos que la concepción de la naturaleza
del materialismo francés no podía avenirse con la dialéctica y las nuevas
ciencias naturales.
En efecto, el socialismo anterior criticaba el modo capitalista de
producción existente y sus consecuencias, pero no acertaba a explicarlo, ni
podía, por tanto, destruirlo ideológicamente, no se le alcanzaba más que
repudiarlo, lisa y llanamente, como malo.
Cuanto más violentamente clamaba contra la explotación de la clase
obrera, inseparable de este modo de producción, menos estaba en condiciones de
indicar claramente en qué consistía y cómo nacía esta explotación.
Mas de lo que se trataba era, por una parte, exponer ese modo
capitalista de producción en sus conexiones históricas y como necesario para
una determinada época de la historia, demostrando con ello también la necesidad de su caída, y, por otra
parte, poner al desnudo su carácter interno, oculto todavía. Este se puso de
manifiesto con el descubrimiento de la plusvalía.
Descubrimiento que vino a revelar que el régimen capitalista de
producción y la explotación del obrero, que de él se deriva, tenían por forma fundamental la
apropiación de trabajo no retribuido; que el capitalista, aun cuando compra la
fuerza de trabajo de su obrero por todo su valor, por todo el valor que
representa como mercancía en el mercado, saca siempre de ella más valor que lo
que le paga y que esta plusvalía es, en última instancia, la suma de valor de
donde proviene la masa cada vez mayor del capital acumulada en manos de las
clases poseedoras.
El proceso de la producción capitalista y el de la producción de
capital quedaban explicados.
Estos dos grandes descubrimientos: la concepción materialista de
la historia y la revelación del secreto de la producción capitalista, mediante
la plusvalía, se los debemos a Marx. Gracias a ellos, el socialismo
se convierte en una ciencia, que sólo nos queda por desarrollar en todos sus
detalles y concatenaciones../...
(Extracto
del libro de Federico Engels, titulado “DEL SOCIALISMO UTÓPICO AL SOCIALISMO
CIENTÍFICO”).
Para recibir información o adquirir el libro, pueden
dirigirse al siguiente correo: contacto@fundacionfedericoengels.net
No hay comentarios:
Publicar un comentario